El Sevilla cayó. El Sevilla murió. Pero si el Sevilla ha de morir, que sea siempre así, mordiendo, creyendo, sufriendo, peleando hasta el final, literalmente. La eliminatoria se decantó finalmente del lado del Borussia Dortmund. Y realmente la pegada del equipo alemán fue el elemento diferenciador. Haaland, con sus cuatro goles en los dos partidos, fue determinante. Pero hasta el final estuvo el conjunto de Julen vivo, a un gol, a un disparo, a un remate, quién sabe, de empatar la eliminatoria, de llevarla a la prórroga. Tras el 2-0 con el que se puso el partido, el Sevilla dio la cara, desprendió orgullo, desprendió casta, coraje. No, nunca se rindió, hasta el último minuto, hasta el minuto 97 al que se alargó el partido con el segundo gol de En Nesyri. Incluso hubo una última jugada, un par de acciones que podrían haber alargado el sueño. Desde el corazón, el Sevilla murió con las botas puestas. Murió como hay que morir, creyendo y dejándose la última gota de sudor, de sangre en el campo. Estuvo cerca de la épica, de la remontada, la acarició, pero se quedó a un paso. Desde la cabeza, la eficacia alemana fue decisiva, en la ida y también en la vuelta. Haaland de nuevo volvió a marcar, dos goles, y provocó el penalti de 2-0. Quizás es el único pero que se le pueda poner a un equipo de Lopetegui, que fue superior en casi todo pero que adoleció de mayor eficacia a la hora de transformar su dominio, de materializar su mejor juego. Es la lección que debe extraer quizás de estas noches, que cuando las cosas se ponen feas la mayor eficacia resuelve y tapa carencias. Eso es lo que hizo un Dortmund que terminó pidiendo la hora asediado. La salida del Sevilla fue impetuosa, portentosa físicamente, tensa, intensa, acertada. La salida al campo del Sevilla fue magnífica realmente. Sin la guinda del remate, del gol, pero de un altísimo nivel con la pelota y sin ella. El conjunto de Lopetegui, más allá del marcador, sacaba el orgullo y atemorizaba a un Borussia Dortmund que se defendía y se defendía sin apenas poder hilvanar una contra. Ninguna de hecho. La única pega que se le podía poner al Sevilla era realmente la definición, o la precisión en los últimos metros. Ese último pase bien dado, ese último centro lateral bien puesto al área, ese último remate... Pero el equipo nervionense invitaba a ser moderadamente optimista, porque la circulación de la pelota era vertiginosa. Jordán se movía y la daba rápido, Óscar daba profundidad y rapidez en las transiciones, Acuña mucha presencia y Navas y Suso se las arreglaban para formar dúos ofensivos al menos para llevar la pelota al área. En realidad, el Sevilla hacía lo que debía, salvo la puntilla. Por eso fue tan doloroso y tan cruel que en la primera llegada real del Borussia Haaland de nuevo perforara la portería de Bono. Un mal choque, un balón suelto en una indecisión de Koundé, Suso, Navas... incluso del propio Bono en una salida algo tardía, propició un balón a Reus que asociado en el área con el noruego solo permiten un desenlace, un gol que desinfló las esperanzas sevillistas. La rebeldía del Sevilla ante la eliminatoria parecía diluirse ante la injusticia más justa del fútbol, el gol. Y esa justa injusticia volvería a castigar al equipo sevillista nada más salir a la segunda parte. El ímpetu andaluz en busca de ese gol que metiera al equipo en la eliminatoria fue cercenado en una rocambolesca jugada que pasó de gol anulado a penalti, de penalti parado a penalti repetido, y de penalti repetido al gol de Haaland, de pena máxima. Todos los elementos que podían estar en contra se pusieron en contra para mermar el esfuerzo, el tremendo esfuerzo sevillista. El 2-0 dejaba ya estos octavos de final prácticamente sentenciados. En realidad ya lo estaban. Pero lo que ocurrió a partir de entonces fue motivo de orgullo sevillista. Quizás no de ese orgullo de las finales, de los títulos, de las grandes noches de éxitos. Pero sí de ese orgullo de equipo que también crece en los malos momentos, en noches como las de Dortmund, en las que un Sevilla golpeado de todas las formas posibles siempre quiso levantarse, siempre dio la cara. Metió un gol, de En Nesyri de penalti, y eso pareció darle la gasolina que ya no parecía guardar. Murió el equipo hispalense hasta el último minuto creyendo en una remontada imposible, pero creyendo que se podía, y esa es la mejor de las enseñanzas de esta eliminatoria, en la que muchos elementos, en la que posiblemente el mejor delantero del mundo estuvieron en frente. En Nesyri remató a gol en el 95 un pase de Rakitic, uno de los cambios postreros. Quedaba un minuto de sueño, de irrealidad casi, en la que pelota volvió a llegar al área alemana a merced de un último remate, un último hálito de esperanza. Finalmente no llegó, y entre reclamaciones al árbitro por un posible penalti a Munir, entre lamentos, entre prácticamente lloros pero también entre el orgullo de la imagen mostrada, el Sevilla se despidió de la Champions.