El Sevilla ha perdido el norte. La eliminación en la semifinal de la Copa del Rey ante el Barcelona es dolorosa, cruel, ha traído daños, pero para nada justifica el encuentro perpetrado este sábado por el equipo nervionense en Elche. Sea por la cuestión anímica, sea por la cuestión física, sea por la cuestión que sea, el Sevilla ha entrado en un bache bastante complicado, del que desde luego no se sale ni con la actitud ni con la aptitud mostrada en el Martínez Valero. El Sevilla está a la baja, sus jugadores o no están por lesión o no están por rendimiento. Y su entrenador, su buen entrenador, atraviesa uno de sus peores momentos en el banquillo en cuanto a decisiones, en cuanto a elecciones. Si ya algunas decisiones fueron cuestionables ante el Barça, ante el Elche de nuevo Julen más que esa solución que siempre aparecía en la banda se ha convertido en un componente más de caos. El manejo de piezas, de banquillo otrora magistral es ahora a ratos incomprensible. El Sevilla cayó ante el Elche de una forma bastante indignante, imagen que no limpian los últimos 10 minutos ya con 2-0 y que conllevó una mínima reacción incluido un gol de De Jong. Pero antes de intentar solucionar el desastre sin éxito, el desastre ya se consumaba, se cocía a fuego lento. El Sevilla apareció ante el Elche jugando a un ritmo absolutamente ínfimo, decepcionante. Un ritmo que adolecía de orgullo por lo sufrido el miércoles, que adolecía de esa reacción. Lopetegui hizo nueve cambios en el once, un once sin Bono y Koundé, lesionados, pero también sin Diego Carlos o Fernando, pensando en el partido de Liga de Campeones. Con todo, pese a todos los cambios, el Sevilla no consiguió frescura, más bien lo contrario. El ánimo alicaído contagiaba a todos los componentes de la plantilla. El Sevilla hizo un partido horroroso. Pretendía ganar andando, sin cambios de ritmo, sin movilidad, sin juego. Jugar con Rakitic y Papu más que ofrecer dosis de creatividad, daba dosis de lentitud, de monotonía, y nadie, nadie se ofrecía en el Sevilla para romperla. La primera parte se sumió en la más absoluta nada, con un Elche defendiendo cómodo y llegando al menos a pisar área, lo que no hacía el Sevilla. Y la segunda no cambió en nada para los nervionenses. Intentó Lopetegui mover algo desde fuera porque desde dentro no pasaba nada. Pero la verdad es que la entrada de Óliver y Jordán resultaron intrascendentes, como la de Suso. Se echó de menos, dicho sea de paso, que en un equipo sin frescura, sin piernas, que cambiaba de sistema a cada cambio, no contara al menos con la solución del disparo, la solución de Óscar, con menos minutos y algún recurso alternativo. Pero no apareció, de manera algo incomprensible. Con un Sevilla inofensivo, el Elche esperaba su oportunidad. Lo que no esperaba el equipo alicantino es que las opciones se las diera su rival, el equipo nervionense. Primero una pérdida de Gudelj que salvó Vaclik, pero al poco tiempo unas malas marcas, relajación sin seguir a los jugadores que se incorporaban en un saque de banda, supusieron el 1-0. Sin reaccionar, el Sevilla vio un segundo gol en contra en un remate con Vaclik haciendo la estatua. El partido ya estaba ido, pero no con esos dos goles ante los que no valió de nada el gol de De Jong. El partido estaba ido con un Sevilla indolente, de lo peor visto en la era Lopetegui, sin reacción ni orgullo ni personalidad, que ni miró a la portería contraria, que esperaba que el peligro, que la victoria viniera caída del cielo, y no ganada con sudor. La derrota, en vísperas de la vuelta de los octavos ante el Dortmund en la Liga de Campeones, mantiene la herida sevillista sangrando, pero además lo hace con una imagen sangrante, que no invita a ninguna ilusión a corto plazo.