El Sevilla salió al partido clave de la pelea por la Liga de Campeones a verlas venir, a esperar, a especular. A esperar a un equipo que no ganaba en Liga casa desde octubre (desde octubre, sí), que llevaba seis jornadas seguidas perdiendo y que estaba en puestos de descenso. Pues bien, ante ese equipo, un Girona muerto al que resucitó, el Sevilla salió acobardado, salió temeroso, salió sin ambición. Fue un Sevilla cobarde, pues, e indecente, porque a la actitud contemplativa, estratégica e individual, se le unió una actitud poco acorde a tamaña exigencia que tenía el equipo hispalense en este encuentro. El Sevilla tuvo en su mano la cuarta plaza, tuvo la pelea por ella en su mano, incluso con cierta ventaja. Tenía este domingo en Girona la oportunidad de asaltarla. Pero la realidad es que el Sevilla no se lo merece, y o cambia mucho la película en las tres jornadas, o no estará en esa plaza Champions. Porque en realidad este Sevilla tiene carencias en momentos clave. Y este lo era. Carencias de juego en determinadas fase de la temporada y de los partidos (ni llegó a Bono tras recibir el gol), carencias en el plantel, y carencias en la actitud, cuánto cambia este equipo sin la presión de su grada detrás. Este conjunto sevillista cayó con justicia en Girona y pierde comba cuando más necesitaba ambición. El Sevilla sabía que el Girona saldría a muerte, que su situación obligaba a imponer una presión muy alta, una intensidad descomunal y un ritmo fuerte. Por eso de inicio el equipo de Caparrós lo tuvo claro. Arriesgó lo menos posible atrás, abusó del balón largo, sobre todo de Carriço, apenas tuvo la pelota y sufrió en alguna ocasión, sobre todo de Stuani. Pero pasados los minutos igualó el encuentro, porque en su primera contra casi hizo gol en una doble ocasión de Munir y Ben Yedder y le metió el miedo en el cuerpo a Girona. De hecho, a partir de ahí el conjunto catalán tendió más hacia el ataque estático que a la presión tan alta y eso calmó el duelo. Porque además el Sevilla optó por un posicionamiento medio en el campo, un poco a la espera del rival, y salvo ocasiones puntuales casi nunca hilvanaba jugadas ni creaba desde atrás con peligro. Eso sí, cuando lo hacía llegaba, y el Mudo en dos ocasiones se encontró en posición de mediapunta para servir dos balones, uno malo y otro bueno, a Sarabia. Su disparo lo atajó Bono. El choque, pues, estaba igualado. A balón parado creaba peligro el equipo local (Bernardo al larguero), el Sevilla, nada. En jugada más el Sevilla que el Girona, aunque apenas acababa las jugadas en remate. Faltaba algo que rompiera el encuentro, algún jugador que se atreviera a romper líneas o plantear desequilibrio en el uno contra uno. Y ese desequilibrio tampoco llegó al arranque de la segunda mitad. Costaba ver a un equipo que apostara de verdad, que pusiera en el campo valentía. El Sevilla anduvo contemplativo y el Girona, miedoso. Pero llegó la típica jugada tonta de cada partido en el equipo nervionense. Banega regaló un balón, Pere Pons le ganó la posición a Roque Mesa (con posible falta) y la jugada entre toque y toque acabó con gol de Portu. Fue un error que desencadenó el gol de Girona. Pero si preocupante era el gol encajado, más preocupante fue la falta de reacción del equipo nervionense. Caparrós, además, estuvo esta vez fatal desde el banquillo. No por los cambios que sacó al campo, sino por la disposición del equipo tras los mismos. Promes, que salió por Munir, llegó por la izquierda pero la entrada de Bryan, esta inocuo, lo desplazó. El Sevilla perdió la única vía de penetración que había encontrado en casi todo el encuentro. Luego, sin Roque Mesa, el Mudo y Banega se encargaron de generar juego, pero era tal lentitud con la que se empleaban ambos que el Sevilla no logró ni sorprender al rival. Ni llegó ni tuvo peligro. Bono fue un espectador, lo que tratándose de una pelea por la Liga de Campeones resultaba como poco frustrante. Hasta el final del encuentro el propio Sevilla se encargó de limitar sus propias opciones. Caparrós desquició al equipo con los cambios, pero algunos jugadores se desquiciaron a sí mismos, como Banega, que se autoexpulsó del partido, aunque estaba fuera desde la pérdida que provocó el primer tanto.