El partido que ha perpetrado este sábado el Sevilla en Balaídos, ante el posiblemente peor equipo en estos momentos de toda la categoría, es directamente una vergüenza. Una vergüenza por la actitud, por la falta de intensidad, por la falta de carácter y de ambición. Y una vergüenza por el resultado también, claro que sí, porque el Sevilla no gana fuera desde casa desde septiembre, que se dice pronto, y eso ya está en el debe de este equipo que en estas semanas suma más vergüenzas, valga la redundancia, que virtudes. En Vigo, no se reconoció al Sevilla. No se supo en ningún momento a qué jugaba. Sus señas de identidad, aquellas que lo han llevado a puestos de Liga de Campeones, han desaparecido. Ni presión alta, ni velocidad, ni ritmo, ni acumulación de jugadores en ataque, ni presencia en las áreas. Nada. Eso fue el Sevilla de Vigo, la nada. El partido fue horrible por muchas razones. Por la actitud de los futbolistas que se atisbó, salvo dos o tres casos, en el minuto uno. Pero también por las decisiones de un Pablo Machín que parece que se desinfla como el equipo. El técnico recurrió a su once tipo, sin tener en cuenta el momento de forma y casi anímico de jugadores como el Mudo o Sarabia, principalmente. El entrenador nervionense es directamente responsable de no alterar ni el ánimo ni la actitud de sus jugadores, y por supuesto de recurrir a una alineación falta de frescura y acierto. La primera parte fue directamente horrible, vergonzosa. Por las dos partes. El Celta era inoperante y el Sevilla se mostró relajado, sin actitud, ante un equipo muerto. El Sevilla ni disparó a puerta, y apenas se salvaron en esos 45 minutos Ben Yedder, Promes y Mercado. Sin florituras. Cumplieron. El resto, no ofreció nada, nada. Ante esa apatía sevillista, el Celta sobrevivió, tampoco le costó mucho con el ritmo trotón que marcaban los andaluces. Y claro, el Celta, de la necesidad hizo virtud. Al final, el mismo Cardoso se jugaba su puesto en el banquillo y el equipo vigués puso más actitud, más intensidad y ganas tras salir de vestuarios. El Sevilla, ante ese cambio de rumbo que se adivinaba en el encuentro, se mantuvo igual, impasible. No alteró nada, no hizo nada. Ni desde dentro ni desde fuera. Pues los cambios del entrenador, limitados porque en la primera parte ya había sustituido a Arana por un golpe de Maxi, no aportaron nada al equipo. Bien es cierto que se estrelló con el palo Ben Yedder, pero el gol del Celta vino a castigar la mediocridad hispalense. Y cuando eso ocurre, cuando se le pone por delante algún equipo, sobre todo fuera de casa, parece imposible reaccionar. Es un problema ya recurrente. El bueno de Machín, que ha demostrado cosas muy buenas en el Sevilla, peca de un desconcertante inmovilismo durante los duelos. No sabe dar respuesta a las contrariedades, no dota de reacción al equipo. No mueve casi nada y casi desespera a veces que tenga que acabar a muerte con sus tres centrales, que no se puedan mover ni en minutos finales. Aunque no haya casi delanteros que defender. El entrenador no echó un cable desde el banco y en el campo nadie lo aportó. Solo cuando fue detrás en el marcador se fue algo más arriba, pero ya atropellado, sin acierto, sin criterio. Y el Sevilla, merecidamente, perdió el partido. Pero no es lo más preocupante, que lo es porque fuera de casa el equipo nervionense es vergonzoso. Lo peor es la sensación que transmite cada vez más constantemente el conjunto de Machín, empezando por el técnico, que da la sensación de haber perdido tino, de haberse perdido, de no encontrar el camino con sus decisiones del antes, el durante, y el después. Será que ha perdido su libreta.