Pensar duele

Cierto es que, en los desleídos tiempos que corren, no son tan seguidos los articulistas de mayor talla intelectual o los de pensamiento más profundo, sino los más mediáticos. De ahí surge la nueva figura “periodística” del articulero, a caballo entre la del articulista y el porculero (género donde creo que mejor me ubico). De articulero se aprende más que de articulista porque ese carácter mediático y la posterior evaluación de su carta evita o invita a discriminar con un criterio muy básico lo que interesa al lector y lo que no y, por tanto, te vas haciendo un mapa relativamente real de las inquietudes de tu círculo virtual. Esto, en contra de lo que pueda parecer, en muchas ocasiones supone un terrorífico desaliento, de modo especial si asumes con cibernética responsabilidad el deber social de convertir el artículo en diálogo. Igual que me ocurre en carnaval (los pasodobles que más le gusta a la gente son los que menos me gustan a mí y viceversa), los artículos de los que más satisfecho me siento son precisamente aquellos que alcanzan una repercusión más discreta: “Algo he hecho bien cuando he conseguido que poca gente lo comparta”, me digo entre el orgullo del articulero y la desazón del indignado. Esto suele ocurrir cuando pongo el dedo en las llagas más dolorosas de nuestra sociedad. A veces me arrepiento: “bastante duelen esas llagas para que venga yo a poner el dedo encima; normal que no quieran compartirlo”. Otras, en cambio, me encorajo: “después quieren un pensamiento crítico; pero si la crítica va más allá de lo emocionalmente soportable, miran para otro lado”. Sucede que la función social del articulero es procurar que la gente pierda el respeto a la autoridad por la autoridad misma, señalar aquella viga que si se agrieta más el edificio se derrumba, convertir el principio de la sospecha infinita en criterio de perspectiva sobre el mundo que nos rodea. Pero entiendo que, para mucha gente, todo esto sea “emocionalmente insoportable”. Asumir que, además de los valores que te enseñaron, puede haber ahí otros más elevados e incompatibles con los que tenías, de alguna forma te obliga a cuestionar tu propia formación moral, política y religiosa, esa que creías tan sólida y vigorosa, que te hacía andar por la calle con la seguridad de un antidisturbio. Y a eso no todo el mundo está dispuesto. Faltaría más. Sin embargo, leer y oír como terapia la voz siempre favorable no te hace más fuerte, sino todo lo contrario. De los enemigos se aprende más que de los amigos, tanto que a veces no hay más remedio que invertir los roles. Si solo remas con viento a favor, cuando se te pone en contra en medio de una travesía, naufragas. Tampoco se trata de estar toda la vida cambiando de opinión, pero si descubres circunstancias nuevas y perspectivas más acordes con la novedad tampoco hay nada de humillante en cogerte un dobladillo y aflojarte el nudo de la corbata. Una de las características básicas del ignorante es que nunca cambia de opinión: tiene una y le dura toda la vida. El giro copernicano todavía lo tiene ahí como en espera de que algún sabio le devuelva aquella mágica visión de la tierra inmóvil en el centro del universo. La resistencia a la novedad no es romántica, ni clásica, ni tradicional, ni fiel, ni castiza, ni conservadora, ni polla en vinagre de manzana: es reactiva y supone una actitud de resentimiento y odio contra toda vida que pretende afirmarse más allá de la que nos dan. “Lo que hay es lo que hay” es una de las mayores mentiras que jamás he escuchado, como esa otra de “la verdad nada más que tiene un camino”. Detrás de “lo que hay”, siempre hay más: depende de que puedas o quieras verlo. Y “la verdad” tiene tantos caminos como caminantes buscándola: depende de que puedas o quieras caminarlos. Y querer es poder (casi siempre…). Por eso se aprende tanto y tan bien con el oficio de articulero. Al convertir el artículo en diálogo recibes halagos (que se agradecen, aunque no sirven para nada), críticas (cuanto más te tambalean, más te enseñan) y relámpagos (resplandores vivos y momentáneos producidos por un choque entre mentes tormentosas cargadas de electricidad estática). Pero la lección definitiva resulta de la digestión de la mezcla de halagos, críticas y relámpagos: PENSAR DUELE. Por eso es más cómodo y menos lesivo dejar que piensen por ti y apuntarse al pensamiento organizado. Es hedonismo con un puntito de gilipollas, pero lo que está claro es que se evitan las agujetas y el riesgo de linchamiento, que no es poco. Hay quienes dicen que les gustaría hacer deporte, pero entre el curro, el niño, la hernia y la Escuela de Idiomas no tiene tiempo. Ya. Lógico. Con el pensamiento pasa lo mismo: demasiada red, serie, partidazo, impuesto y escándalo como para encima detenerse a pensar. De hecho, lo importante es la dieta. Lo dicen los médicos. Y lo que hay es lo que hay y la verdad nada más que tiene un camino…
JUAN CARLOS ARAGÓN