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Eutanasia

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¿Quién te ha pedido permiso para nacer? ¿Quién te lo tiene que dar para morir? ¿El Estado? ¿También el Estado? Admito que por estos lares se venere la pasión y muerte de Vuestro Señor Jesucristo. Por eso mismo, admitan que haya quienes no estemos dispuestos a morir así (o peor), dé o no dé permiso el Estado. Como la vida que te obligan a vivir no tiene sentido y el sentido se lo das tú, solo tú decides cuándo tu vida no tiene un sentido digno que merezca la pena mantener. Y nadie es nadie para intervenir ni moral ni judicialmente cuando tú dices que no, que así ya no. Tan claro lo vi desde siempre que, durante mis primeros años como profesor de Filosofía, en Ética manteníamos —ya en los años 90— aquel encendido debate sobre la Eutanasia. Tanto alumnos como yo, fue un tema que terminamos desestimando, por el mismo motivo que no se debatía la tabla de multiplicar ni la Ley de la Gravitación Universal. Pero ha hecho falta asistir a la retransmisión televisada de un suicidio asistido para que se reabra el debate aprovechando la campaña electoral. Los partidos progres defienden la muerte digna. Los otros, cuidados paliativos, como si no hubiera cuidado más paliativo que el de la propia dignidad de la muerte. ¿A qué se agarran los detractores? ¿Al viejo argumento aquel de “la vida nos la da Dios y sólo él nos la puede quitar? Qué antiguos seguís estando, primos. El derecho al suicidio, o a suicidar a un ser querido que no puede valerse siquiera para hacerlo, desde la óptica más humanista, no llega ni al rango de derecho. Es un hecho. Tan elemental como el de elegir la ropa que te pones cada día o el color de la pared de tu casa. Me resulta lamentable que a estas alturas de la historia solo cinco países en el mundo tengan reconocida la Eutanasia, y que el resto la esté peleando contra los mismos de siempre. Muchas veces, es el propio miedo a la muerte el que nos agarra a la vida de una forma tan desesperada que confundimos la lucha y el sentido, sin caer en el hecho elemental de que puede valer mil veces más una muerte buena que una vida mala (muerte que, por cierto, sana todos los dolores y sufrimientos de cuajo). Cuando recaemos en el hecho guiados por una razón sensata, nos damos cuenta de que el miedo real no es a la muerte sino a la forma de morir. Todos sabemos que un día nos va a llegar y todos suplicamos que nos llegue sin darnos cuenta. Admitimos —con dolor y rabia, por supuesto— lo primero; lo segundo, no. Cuando la vida sonríe, la muerte ni se plantea. Mas cuando comienza a mostrar su vómito, su dolor o su hemorragia, el prisma cambia. Mientras hay un rayo de luz al que agarrarse, es legítimo seguir luchando, seguir soñando, seguir viviendo. Cuando el rayo se apaga, hay que escoger entre morir como cristianos o como seres humanos (los que no resucitan). Siempre oí desde pequeño decir eso de que “el suicidio es de cobardes”. Siempre me pareció una barbaridad. Es más valiente quien decide poner fin a su martirio que quien decide que su martirio le ponga fin a él (o a ella, como en el último episodio televisado). Además de dejar de sufrir sin sentido, evitas el sufrimiento de tus seres queridos que, probablemente, vivan tu agonía con mayor angustia que tú mismo. Y a este respecto no tienen nada que decir ni los médicos, ni el cura, ni Pablo Casado. Es una cuestión entre tú mismo y tú. Por eso confieso que, realmente, siempre me importó poco si la eutanasia estuvo más lejos o más cerca de ser aceptada legalmente en el marco territorial en el que vivo. El día que yo decida que se acabó, se acabó, como lo ha decidido tanta gente que lo ha hecho por sí sola, en su último derroche de dignidad existencial. Si decido tarde y me tienen que ayudar, siempre habrá algún familiar o amigo que lo haga y alguna forma de que no se vea. Nadie va a ir ya a la cárcel por eso, ¿verdad, señor Casado? Tenga cuidado con las tonterías que dice, vaya a ser que a usted también le toque. Aunque dice tantas, que entiendo que sea imposible tener cuidado con todas. Ahora, durante estos días, cuando disfruten —los que disfrutan— recreando el martirio de Vuestro Señor Jesucristo, si son tan amables, entre torrija y pirulí de La Habana, pónganse por un momento en la piel del que veneran y piensen si ese sería el final que quisieran para sí. Esa muerte no nos redimió de ningún pecado, sino todo lo contrario. Santificar esa muerte y hacerla divina provocó una confusión entre los mortales que aún anda en danza. Y si esa es la forma de morir de un Dios, recuerden que Dios solo hay uno (como mucho). El resto, humildes humanos todos, quizá merezcamos una muerte a la altura de un hombre.

JUAN CARLOS ARAGÓN