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Manifiesto de la muerte

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En muchas filosofías de bachillerato, bien en el capítulo de la metafísica, bien en el de la antropología, algunos ilustres fabricantes de libros de texto afirman que “el hombre es el único animal consciente de su condición mortal”. Pero la conciencia de la mortalidad está claro que este animal nunca la ha llevado bien. Están quienes la viven con horror y pasan los días en la prisión del miedo a la muerte y, por otra parte, quienes no la aceptan y se agarran a cualquier religión con la esperanza (vulgarmente conocida como “fe”) en que después de esta vida haya otra, mejor y eterna, sin caer en el hecho de que una vida eterna nunca puede ser mejor, pues lo que no tiene fin, no tiene sentido. Y si, para colmo, follan poco y mal en esta vida, imagínense lo que supondría en la otra. Aunque no lo escogemos —normalmente nos viene de fábrica—, hay quienes vivimos asumiendo la realidad del ser mortal que somos como referente principal de nuestra propia vida y, en base a ello, organizamos el territorio personal de la experiencia y los valores. No somos una mayoría, por desgracia. Si lo fuésemos, no abundarían de la manera que lo hacen quienes viven de la nostalgia o de la esperanza en el porvenir, las dos autopistas sin retorno para olvidar el sentido de la única existencia real: el presente de indicativo. Me da pena ver a los de mi especie brindando con cava por un décimo de lotería. Valdría el brindis si fuera el mismo sin el décimo. Suele coincidir con la misma gente que no sabe saludar al sol de la mañana, a la nube o al aguacero, a la luna o al horizonte, a la montaña o a la pared. Pero suele coincidir también —y esto es más doloroso— con quienes viven amontonados en el odio, el rencor y el miedo a la derrota, como si ello les fuera a alargar la vida o —en el mejor de los casos— arreglársela, cuando justo eso es lo que hace que suceda lo contrario. El poder y el dinero, como valores per se, implican necesariamente una relación de dominio sobre los demás que, además de joder la vida ajena, jode la propia. El dominio sobre los demás te convierte en esclavo de ti mismo porque te obliga a formar parte de una relación inmoral para asegurarte la supervivencia. Quien domina nunca es libre pues necesita un complemento directo para afirmarse. Y si se invierten los términos de la relación se continúa sujeto al mismo orden invertido. Como dicen que decía el feo sabio ateniense, “es peor cometer el daño que padecerlo”. Cuanto más de más están los demás, más autónomo y libre es el sentido que puedes darle a tu existencia. Los hay tan ridículos como los antiguos faraones, quizá los primeros tontopollas que inauguraron la sublimación de la gloria póstuma. Empeñarse en lo póstumo equivale a dejar de vivir para ocuparse de una idea que nunca se hará real para nadie. Siempre río cuando juego a imaginar mi velatorio. Pero observen el verbo: “juego”. No anticipo más porque la novela no está acabada. Ojalá pueda hacerlo antes de que acabe yo. Es la única manera que tengo de vivir que seguro no podré vivir. Mientras, disfruto de lo intrascendente. La gloria póstuma y el interés en la trascendencia son los peores indicadores de la pobreza vital, pues si ya es absurdo soñar con el por-venir (lo por venir no garantiza que venga), aquellos síntomas debilitan la concentración en el tiempo y el espacio presente. Otro delirio religioso. No hace mucho oí decir a un ilustre académico de nuestras letras que su éxito era “vivir sabiendo que iba a morir”. Es cierto que mucha gente no lo sabe. Y así vive. Y así nos hace vivir a quienes estamos cerca: encarcelando la existencia entre lo que fue y lo que será, o sea, entre lo que no existe. Yo, a medida que la edad me ha ido invitando a revertir la percepción de lo temporal, cada vez estoy más sereno de ver cómo la muerte es el mejor final que puede tener la vida. Si acaso algo me duele de la muerte es solo eso que te he avanzado antes, lo de no disfrutar de mi no-ser, de mi incineración, de la apertura de mi testamento, el homenaje de la AAC… ¿Y si al final resucito cual Aquel? Mejor la novela. A la gente no es que le dé miedo la muerte. Lo que le da miedo de verdad es ver la vida que llevan. La muerte no es tan mala. Ni siquiera es. De hecho, yo no le temo. O será que me estoy preparando para el presumible e inevitable nuevo gobierno de la Junta. Aunque tampoco. Mientras Cádiz resista… Porsierto, posdata: Feliz Kichidad (que mesolvidaba que mañana es el cumple der Suli).

JUAN CARLOS ARAGÓN