Feliz Kichidad

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Kichi, junto al ya ex edil de Medioambiente.
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Papa Noel me ha regalado una palabra nueva: “Kichidad”, sustantivo femenino que designa la virtud política de predicar con el ejemplo, advenida en la cumbre de la catástrofe social provocada, no tanto por los golfos como por sus líderes, quienes no han tenido los huevos o las huevas del Kichi, mi alcalde, jióle ahí —que diría Subiela—. Además, esta virtud, la Kichidad, inaugura una alternativa para los que no creemos en la Navidad, pero nos vemos obligados a celebrarla por no hacer el patoso con la familia. Ahora podemos celebrar el nacimiento del hijo de Dios o la excelencia política, Navidad o Kichidad respectivamente, según creas en los cuentos para niños o en los cuentos para hombres, en la tradición o en el progreso, pero inverosímil, inaudito y malabar tanto lo uno como lo otro, pues no sé si es más difícil creerse que Dios mandó a su hijo a nacer en un portal de la sanidad pública judía, o creerse que la ejemplaridad de mi alcalde se va a imponer como necesidad política en el resto de los partidos, incluido el suyo, en el que más de uno con cargo en Madrid ya debía estar camino del estanco. Y hablando de Kichidad, sería conveniente que fuésemos perdiendo ya el prejuicio ideológico hacia el término “excelencia” como sinónimo de “aristocracia”, que no es de facha sino de todo lo contrario. Del griego “areté” —virtud— y “cratos” —gobierno—, “aristócrata” es aquella persona gobernada por la virtud, por la excelencia, y modelo de gobernante según Platón, sus amigos y sus enemigos —como Nietzsche, Onfray, mi hijo y yo—. El aristócrata no es el rico, como cree la gente debido a una intoxicación semántica de la historia con el término. El aristócrata no es más que aquel individuo cuyo virtuosismo social lo convierten en modelo de gobernante y que —coherentemente, por supuesto— hace lo que predica. Y esto es excelente, entre otras cosas, por excepcional. Lo que ocurre es que —como el poder corrompe— el gobernante excelente fue rindiéndose a las tentaciones del dinero y, también, se hizo rico, ganando en patrimonio pero perdiendo en virtud. Mi excelente alcalde, de momento, no lo ha hecho. Espero que los fachas lo reconozcan. Mentira. Lo deseo pero no lo espero. Sé que no lo harán. Rizarán el rizo por otro lado, como el de la falta de lucecitas de Navidad de los cojones. Así están, que han convertido a España en un país más mierda de lo que era y con todos los jueces pendientes de ellos y de los chorizos a los que han perpetuado en sus cargos. Que se os atragante el pavo. Míseros. Antónimos de aristócratas. Un árbol de Kichidad os hacía falta. Que llevo un mes oyendo a un tonto detrás de otro protestando porque “El Kichi pone mu pocas lusesita de Navidá, la Teo ponía má, uy, qué Navidá más triste…”: carajotes. A secas. Pero no dicen nada del discurso del Largo anoche. ¿Crisis? ¿Otra vez? ¿Tú también con lo mismo a estas alturas? ¿Que hagamos un esfuerzo? ¿Que hay que adaptarse a un nuevo sistema? ¿Tú? ¿Qué tenías que haber ido hoy a Alcalá-Meco a llevarle una caja de polvorones a la golfa de tu hermana? ¡Omeporfavó! Con la seriedad que estos días merecen, créanme lectores míos, no paraba de afanarme buscando motivo para celebrar algo como todo el mundo. Pero sin fútbol, sin carnaval, misántropo y ateo me lo estaba poniendo difícil, lo reconozco. El viernes inventé un almuerzo de empresa con mi secretaria, mi técnico de sonido, mi cobaya de la comparsa, mi fila uno, mi camarera de oficina, mi musa y mi mujer. Éramos dos en total. Típico viernes prenavideño que todo currit@ usa para emborracharse con la gente del trabajo y terminar haciendo el chufl@. Nosotros, como no bebemos, después del lujoso almuerzo, paseamos por las orillas zahareñas entre artesanales espineles y atrevidas tarrayas. Luego, en el pueblo, nos tragamos una zambombá a palo seco. Me estuve acordando de la madre que parió al que inventó el villancico (que sería ascendente directo de Luis Cobos), pero lo hice pa mí, paentro, procurando mantener el semblante de fraternidad en el rostro, que allí me tratan muy bien. Y a pesar de los interminables villancicos me encontraba feliz con la gente de mi empresa. Mas notaba que faltaba algo. Una guinda. Un motivo. Una excusa. Abrí Twitter y leí la noticia. Menos mal. Ya supe lo que estaba celebrando: la Kichidad. Mientras la mayoría de la gente se pone contenta porque Dios ha nacido —si te lo crees tiene que ser un notición del carajo— a mí pone contento tener un alcalde que ante el primer caso de corrupción en su equipo de gobierno, aunque sea en su expresión mínima, haga dimitir al prenda en cuestión. Cada uno celebra lo suyo. Entiendo que la gente a la que esto le recuerde que en su partido pasa peor y nadie dimite, no tenga más cojones que recriminar al Kichi las pocas luces que ha puesto en la calle por Navidad que, en todo caso, siempre serán más que las que los alumbran a ellos. JUAN CARLOS ARAGÓN