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Aquella chirigota
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Aquella chirigota

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Juan Carlos Aragón

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No me gusta el desaire con el que cierto aficionado me dice "a mí el juancarlos que me gustaba era el de la chirigota", porque esa innecesaria descortesía remite a un yo pasado, no tanto con la intención de valorar lo que hacía entonces, sino con la de ningunear lo que hago ahora, que, por cierto, no es comparable porque no tiene absolutamente nada que ver.

Ese "juancarlista" de tinto y yesterday —nada original, dicho sea de paso— es el mismo que en aquella época me pedía a voces una comparsa. Y también es el mismo que está deseando que vuelva a hacer una chirigota para lamentarse de que deje la comparsa, que “era lo que se me daba bien”. También es el mismo que antes de escribir mi primer libro me decía que "por qué no escribía un libro", y, ahora que ya voy por el quinto, él aún no ha comprado el primero. Es justo el mismo que, después de un recital, mientras me obliga a firmarle la entrada para su hermana, el disco de 'La Guayabera' para su primo y la foto para su novia, solo me pregunta por qué no he cantado cualquiera de los 1.529 temas que no he cantado, y cómo no sé qué responderle, busco a Luisa desesperadamente para que me pida un refresco ("porque no me ha salido de los huevos, mamón", que digo yo para mí, mientras pongo sonrisa de Twitter). Finalmente me confiesa en tono estúpidamente confidencial:
—¿Por qué me bloqueaste?
—Algo cariñoso me dirías; ya sabes que a mí los halagos no me ponen —y le sonrío en tono irónicamente sincero.
Él también sonríe, porque no le queda otro remedio. Pero no le convence la respuesta, ya que ni le he preguntado qué me dijo para que lo bloqueara ni le he prometido que lo vaya a desbloquear. Se caga en mis muertos (de pensamiento, claro), pero no se va. Me ofrece un cigarro y no se lo acepto:
—He dejado de fumar.
—Joder, ¿no me vas a dejar que te invite?
—Claro hombre, faltaría más. El coche blanco ese es el mío. Toma las llaves. Llénale el tanque. Diésel normal.
Le sienta mal. Pero vuelve a sonreír. Ya con menos fuerza. Lo tengo próximo al desatino. Verás lo que tarda en preguntarme por Martínez Ares. Está deseando tocarme definitivamente los huevos.
—¿Y Guillermo Cano, qué te pasó con él?
Hasta aquí llegamos. Saco mi último as de la manga, el que nunca me falla: finjo que mi hijo me está llamando.
—Disculpa, el niño.
—¿A estas horas?
—Tu puta madre.
—¿A mí?
—Al niño.
—¿Al niño?
—Al chicle. He pisado un chicle.
—Te noto nervioso desde que ha vuelto Martínez Ares —me dice el muy cabrón, pero por fin se va—.


No me altera, mas me gustaría saber por dónde ha ido su crítica a la antología de mi chirigota que el grupo de 'Los Peregrinos' anda estos días estrenando, después de un trabajo titánico de varios meses —titánico porque, entre nosotros, a un comparsista la chirigota le cuesta más que cuando es a la inversa—.
Titánico, pero me ha devuelto aquellos años, los que más borrosamente recuerdo, los más melancólicos, los innecesarios, los de todos los desengaños del hombre y la mujer, los únicos en los que pude parir aquella chirigota, la de la foto, la del pasodoble de 'La Guayabera', la que no volverá... porque espero que no vuelvan a mí unos años como aquellos, y porque los mundos aquel y este son ya muy distintos. Y te aclaro esto, primo.
Los pollitas que miran el carnaval de lejos y por encima del hombro creen que un chirigotero es un hombre que va contando chistes por las esquinas, como los monologuistas de la tele. Si supieran que el mejor humor brota de los peores estados, que los grandes chistes no son más que la irónica consecuencia de admitir con resignación tus dramas y miserias...
No me gusta la gente que se ríe demasiado. No me inspira confianza. Nadie es tan feliz para reírse como norma. Por eso en aquella chirigota nunca busqué la carcajada rápida, sino la sonrisa cómplice que nunca me abandonara, síntoma de que el sonriente pensaba conmigo, se indignaba conmigo, rabiaba conmigo y, por no llorar, reía conmigo.
Si te fijas ahora, 20 años después, mi chirigota representaba escenas tristemente reales, tanto que se volvían cómicas en cuanto las compartía con una mirada inteligente. Algunos comparsistas, empero, mantienen la habilidad contraria: representan escenas cómicas, tanto que se vuelven realmente tristes en cuanto las comparten con una mirada tuerta, como el aficionado con el que he empezado el artículo.
Es cierto que a menudo me piden que vuelva a la chirigota. Respondo siempre a medio camino entre un "ojalá" y un "más quisiera". Pero si no soy capaz de volver con aquella chirigota, no volveré. En aquella chirigota había una esperanza de que el mundo cambiara. En esta comparsa no. Por eso es más fácil que vuelva a hacer reír antes con esta comparsa que con aquella chirigota. El que ha cambiado soy yo.
JUAN CARLOS ARAGÓN

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  1. yo

    Poco hablas de ti últimamente....

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