Merca Fiambre

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Rita Barberá y Fidel Castro no debieron morir en la misma semana. Para mí fue una putada, pues tuve que escoger entre dos artículos. Sacrifiqué el de Rita por mera evidencia sentimental e ideológica, pero lamenté mucho no haberlo publicado: era sutilmente provocador. Como a mí me gusta. Mas —no insistas, primo— ya no procede. Lo que sí confieso es que, viendo el éxito del artículo, he estado esperando toda la semana a ver si moría alguien para escribir el de este domingo. Pero no ha muerto nadie que merezca la pena. Vulgares que han dejado de estar vivos. Gente cuya muerte no vende, que es de lo que se trata. Ni siquiera los del avión del Chapecoense. Las delegaciones de Merca Fiambre han quemado en tres días más que el propio avión, incluyendo supervivientes. Cuando digo que “merezca la pena” no lo digo para mí, ojo, sino para ti, que eres quien lee el artículo. No me negarás que si escribo la muerte de Rajoy la leerás con más ganas que la de uno que la espicha en astilleros. Por tanto, el escritor que busca la rentabilidad económica de la muerte, no ha de considerar su propio dolor o su emoción, sino la del prójimo. De hecho, con el artículo de Fidel por la mitad pregunté a mi comparsa:   —Fidel, ¿artículo o pasodoble?La respuesta del grupo, como síntesis colectiva de entre todas las opiniones particulares, fue rotunda: —Artículo mejó, Juan, que de ese en el Falla dentro de dos o tres meses ya no se acuerda nadie.Para un pasodoble eficaz el muerto debe estar calentito, es cierto. No había caído. Pero no deja de abrumarme lo rentable que es la muerte —la apoteosis de la inmoralidad capitalista—, salvo para el triste fiambre, claro, que es el único que no trinca un pavo por su propia muerte. El resto lo flipa que se caga la perra, como dicen los borjitas emulando a sus papis. Compañías de seguros, tanatorios, imprentas, hostelería, prensa, televisión. La vida eterna generaría más paro. Dejaos de rezar no vaya a ser que os oigan. Sin ir más lejos, Juaqui el Sepulturero, uno de los protagonistas de la novela que presento en febrero —El Pasodoble Interminable— es un personaje de ficción, pero ficción a partir de una realidad tan familiar que todo el mundo puede identificarla. La leyenda del Sepulturero gira en torno a la muerte rimada y con final feliz, un claro exponente de cómo, un macabro accidente laboral con desenlace trágico, puede inspirar una introducción y un núcleo para la ocasión que, como hizo Lorca con la muerte de Sánchez Mejías, desemboque en un bestseller del romancero andaluz —al margen de lo literario, que sólo estamos hablando ahora de la relación entre muerte y dinero—. Pero vaya, que esto no lo inventó ni Lorca ni Juaqui el Sepulturero. La tragedia griega tiene dos mil quinientos años de antigüedad, y sólo se ha visto superada por alguna que otra función del Falla de cuartos de final… En un principio, la muerte como negocio no debiera suponer un dilema moral. Al fin y al cabo, a los muertos, técnicamente considerados, no creo que les importe mucho que los vendan como chatarra. Con los huesos se pueden hacer virguerías, máxime si su procedencia es ilustre o célebre. Si a mi muerte, con mis restos fálicos alguien hace una réplica en miniatura de la Torre de Preferencia para donarla al futuro Museo del Carnaval, seguramente mi hijo se sienta orgulloso de la trascendencia de sus orígenes. Pero lo que me impresiona del Merca Fiambre no es el negocio de la muerte, sino la frialdad con la que un empresario —ya sea conductor de limusinas, vendedor de coronas, cura o psicólogo— consigue convertir el dolor metafísico de la muerte en un simple malestar que se alivia con flores, misa y consulta y, de modo paralelo, otro empresario —presentador de televisión, director de cine o escritor de tragedias— fabrica y convierte una simple muerte en un dolor metafísico espectacular, por el que se llora y se paga lo que haga falta. Ahí es donde descubro que el negocio no es la muerte sino el dolor, la sublimación instintiva del sadomasoquismo —que no es un éxito pornográfico de casualidad, precisamente—. No es que no conozca a los de mi raza, es que me siento un marciano entre ellos. La primera vez que vi Titanic creí me encontraba ante una obra maestra del séptimo arte, pero cuando contemplé que mi alrededor se había convertido en un campeonato de plañideras, salí del cine con la sensación de haberme dejado seducir por un culebrón latino. Por supuesto que la próxima muerte célebre, terrible o conmovedora la convierto en pasodoble. Por el camino que voy aspiro antes a ganar el Nobel que el Concurso del Falla. Y donde se pone el Falla que quiten todo lo demás: “allí hay que í a morí matando”, que decía un castizo. JUAN CARLOS ARAGÓN