Kichi, Araca la Cana

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Kichi, alcalde de Cádiz, habla con un policía. / EFE
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"Agüita, la policía", que significaba en el montevideano castizo de los años 20. Te lo recuerdo, alcalde, por si te vale de SOS codificado para controlar a los malos, que tienen tela. Que la policía pida la dimisión de mi alcalde es señal inequívoca —al menos para mí— de que mi alcalde está haciendo algunas cosas bien, por ejemplo, vacilarle a la policía, que ya iba siendo hora de que alguna autoridad dejara de tocarle el tambor a cualquier precio. Vender pescado en la calle estará fuera de la ley, pero para meter dentro de la ley todo lo que en este país está fuera, hay que borrar el país del mapa y hacerlo de nuevo.   Hay cosas que, en determinadas circunstancias, la policía y todo aquel que pertenezca a un cuerpo o fuerza de seguridad del Estado, debe tener en cuenta. Cuando el gobierno atenta contra el pueblo, la policía tiene que escoger de qué parte se pone. Puede recordar cuál es su origen y no rebasar determinadas líneas morales —aunque alegue que una orden superior le obliga— o puede colaborar ciegamente con quien le paga y olvidarse de su origen, de sus vecinos y hasta del vientre de su madre, como hacen muchos de ellos. Cuando disculpan a los malos con el balsámico "es un trabajo como otro cualquiera" yo protesto, porque no lo es. En modo alguno lo es. Es un trabajo, cierto, pero bien distinto al resto. Tanto, que puestos a tener un altercado en la calle, prefiero tener enfrente a un macarra, antes que a un policía, porque del primero me puedo defender, pero del segundo no. Él puede usar legítimamente la violencia contra ti, pero yo contra él no. Muchas veces he pensado qué pasará por la mente de un policía cuando tiene que disolver a palos una manifestación de gente que está defendiendo su puesto de trabajo —el mismo que en ocasiones él defiende— , o cuando tiene que sacar a una familia de su casa -una casa como la que él habita y una familia como la que él lleva adelante-, o cuando tiene que detener a un pringao por vender 4 bellotas de hachís —el mismo que en ocasiones él también fuma— o cuando tiene que denunciar a un vendedor ambulante de pescado —el mismo que en ocasiones él también come—. Y así podría seguir hasta llenar un libro. Si yo —cualquier profesor— fuera perfecto en el cumplimiento de mis deberes profesionales, como sucede en el caso de la policía, probablemente no titularían muchos de nuestros alumnos, incluidos algunos hijos de policías. Incluso algún policía es policía porque más de un profesor de lengua hizo la vista gorda —muy gorda— con él. Y sucede que, porque el alcalde haya defendido a un ciudadano denunciado por vender pescado en la calle (ni que hubiera matado a alguien), moral y simbólicamente, resulta que la Policía Local de Cádiz pide su dimisión. Por esa regla de tres el pueblo de Cádiz tenía que pedir la disolución del Cuerpo, aunque solo haya sido por la desvergüenza con la que han consentido que los concejales y la alcaldesa anterior aparcasen de aquella manera —con carné de minusválido incluido— y fuesen a la velocidad que les diera la gana, mientras se llevaban con la grúa de Don Pepe Blas —casualmente gerente de Emasa— el primer coche que tenía una rueda en amarillo, en una ciudad en la que no hay aparcamiento y la miseria se come barrios enteros. Pero no me extraña. Sólo un Cuerpo que repite sistemáticamente ese tipo de actuaciones es capaz de poner a la democracia contra la pared pidiendo la dimisión de un alcalde electo, por el simple hecho de haber manifestado públicamente que entre los malos y los pobres, los pobres, aunque no estén del todo dentro de la ley. Yo también, alcalde. Sólo el día que, por desobedecer las leyes que nos parecen injustas, el número de delincuentes superemos al de policías —y contemos además con la solidaridad activa de las autoridades civiles, como en el caso de mi alcalde—, sólo ese día podremos soñar con que la justicia social viene de camino. De momento está en el Mismísimo Carajo D.F. JUAN CARLOS ARAGÓN