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Volver al Falla con La Guayabera

Juan Carlos Aragón

A ver cómo te lo digo, amor, para que me entiendas. Tú me conoces ya lo bastante de sobra como para haberte dado cuenta de que, en mí, contradecirse y rectificar es una cosa continua y a la vez la misma. Por eso, el tiempo que tardé desde que le anuncié a la comparsa que no salía hasta que les presenté La Guayabera fue el mismo que tardé en llegar contigo a La Habana. Lo de Un Tipo Divino fue una mariconada, una estrategia cobarde del inconsciente para que Dios no me volviera la cara cuando llegásemos al altar aquella tarde. Aunque aquella tarde ya había “decidido” descansar un año a tu lado. Y, de hecho, Dios no me la volvió porque antes de entrar en la Iglesia ya había abandonado el delirio ateo de convertirlo en comparsa.

La comparsa, a todo esto, aguardaba en la puerta. A ti te tiraron pétalos de rosa. A mí arroz. Pero no me tiraron arroz para joderme, sino como símbolo cubano de guarnición. Cabrones. Estaban desesperados. En parte los entendía. Aunque no más que ellos a mí. Pero recuerda lo que pasó a los dos días de llegar a La Habana. Guantanamera. El humo del Cohiba. La gente en la calle. Ron de Santiago. Yolanda. El Malecón. El perfume de la selva. El amor. Y el Chanchán sobre todas las horas y todas las cosas. Se habían apoderado de nuestra voluntad y nuestros sentidos. Yo amanecía por día más tostado y a ti te había salido una estrella de cinco puntas en la frente.
Hoy lo recuerdo todo sin distancia. Como si siguiésemos en el Santa Isabel rezándole al sol para que aplazara su salida y nos dejara seguir de esclavos de la luna. Que era de miel. La miel de Cuba. Quisimos ir antes de que Fidel se fuera y La Habana perdiera su encanto revolucionario. Tú por exotismo, yo por lealtad. Me da que llegamos a lo justo. El Papa vino y se fue, sin poderse hacer una foto conmigo —que le den; la gente se ha vuelto idiota con las fotos—. No queríamos volver pero no había más remedio. Esa vida era real, pero sólo duraba 10 días. Había que hacer algo. Tú pronunciaste la palabra perfecta mientras la lluvia caía sobre la Plaza de Armas: La Guayabera. Me la pido. De pronto, un hondo éxtasis relajó al comparsista que siempre llevo conmigo. Estábamos salvados. La comparsa iba a salir el año en el que el G-8 se celebraba en el Falla. Este año no había concurso, sino festival.
No nos trajimos más recuerdos porque no cabían en la maleta. Pero la mente y el corazón iban hasta arriba. Cuando volvimos me di cuenta de que habíamos llegado a Cádiz, pero no habíamos vuelto de La Habana, que es lo mismo pero no es igual. Para que fuera igual había que hacer sonar la comparsa de forma que cerráramos los ojos y los sentidos recuperaran el éxtasis de aquellos días de septiembre. El grupo leyó a la perfección el índice de mis deseos y fue recreándolo todo en señal de agradecimiento. Pero que nunca se enteren no lo hice por ellos, sino por nosotros. En los ensayos pronto empecé a volar. El sonido era mágico, pero me faltabas tú. Sólo despertaba al abrir los ojos y ver que no estabas. Aún. Hoy sí estarás. Estarán. Estaremos. No hará falta brindar otra vez porque el brindis aquel sigue valiendo y durando.
A veces me pregunto por qué la gente nos espera esta noche. Ni que fueran a volver Los Millonarios. Los hay que van un año por delante y también los hay que necesitan dos para cambiar el almanaque. En fin. Cuestión de ritmo. Además, esta noche es para nosotros. Bueno. Tampoco nos pasemos. Y para compartirla con ellos, con todos los que, en su día, me libraron del deber de cantar hasta pasada la luna de miel, porque para ellos también, mira por donde, se me ocurrió lo de “nunca perder nuestra luna de miel sin irnos de La Habana”.
Hoy, lo único que te pido es que no ocupes la encimera del cuarto de baño hasta el minuto 94, que te conozco, y esa es una de mis indestructibles supersticiones.
JUAN CARLOS ARAGÓN.

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