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Carnavalética

Juan Carlos Aragón, en Cosmopoética (foto: cosmopoetica.es)
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Ha sido una de esas experiencias místicas de las que el carnaval brinda pocas… y no ha sido en Cádiz. Nuestros amigos califas me invitaron a participar en el festival literario de Cosmopoética, como hace dos años hicieron con el Carníval. Realmente han invitado al Carnaval de Cádiz para que se manifieste como expresión poética, en unos términos en los que en su propia tierra no se le reconoce: un argumento más para defender mi teoría de que a nuestro carnaval le sobra carnaval y le falta mucho de todo lo demás. El Carnaval de Cádiz empezó a alcanzar su gloria a medida que se fue forjando a sí mismo como un punto de encuentro de tendencias dramáticas, líricas, cómicas y musicales, cuanto más extranjeras mejor, fundiéndose en un abrazo fraternal con la impronta nativa. Pero en las últimas décadas ha ido estancándose y cerrándose en progresión geométrica sobre sí mismo. Tanto es así, que el concepto de “metacarnaval” —aunque terminológicamente incorrecto— surge para denunciar el exceso que supone un carnaval que se quiere retroalimentar, derrochando de modo innecesario sus propias reservas. Aunque sé que esto no servirá para mucho, personalmente me ha dado aliento para seguir creyendo en el tipo de carnaval que defiendo. Gran parte de la prensa y de la afición insiste en llamar “copleros” a los carnavaleros, lo que me resulta injustamente reduccionista para con nuestro propio carnaval, pues en carnaval cabe la copla, pero no es solo copla lo que hace que suene. Ese concepto tan folklórico del carnaval no le viene bien. El carnaval es un género de mayor mérito y dificultad del que tradicionalmente le atribuyen. No lo voy a poner por encima de ningún arte mayor, pero tampoco sistemáticamente por debajo, como hacen, como hacemos, como hacéis. No tiene mucho sentido que poetas y músicos de los cuatro puntos cardinales se asombren de nuestra capacidad creativa y nosotros nos durmamos en unos laureles cada vez más secos. Mientras otros nos abren sus puertas nosotros cerramos las nuestras. Duele contemplar cómo en esta ciudad se está perdiendo el sacro flamenco. Duele casi tanto o más como contemplar que, para ganar el Concurso del Falla, haya que llevar “letras competitivas”. O quizá sea el estúpido y tóxico veneno de ganar el Concurso como sea el que esté corrompiendo el sentido y la identidad de nuestro carnaval. Sea como sea es para plantarle cara al asunto y reflexionar un poco. Menos exhibicionismo y mejor abrochada la camisa de la humildad. Y esto va para todos: autores, grupos, jurados, peñas, prensa, afición, redes sociales y marrajos en adobo. En Cosmopoética le di rienda suelta a la parte más lírica de mi obra carnavalesca, a la que aquí le ponen —le ponemos— rienda y hasta bozal. El “yo esta letra no la entiendo” ya solo me sugiere una pregunta de vuelta: ¿y tú qué carajo entiendes? Y en todo caso, ¿qué tienes que entender? Ni que una letra fuera un problema de física. Una letra de carnaval no tiene por qué resolverse, pues el mundo de la música está lleno de canciones que tampoco se “entienden”, y no por ello se dejan de oír y cantar. Y muchos de los que las oyen y las cantan son precisamente los que luego exigen que el carnaval se “entienda”. No es cuestión tanto de formación como de sensibilidad, cierto. Pero tampoco se puede renunciar de un modo tan voluntario y grosero a la formación y encima luego venir lanzando proclamas a favor del “entendentismo”. Hay sutilezas como el “dejarla caer para que quien quiera la recoja”, que son infinitamente más ricas que decir las cosas “como son”, por la sencilla razón de que las cosas son lo que tú quieras que sean. Desde que empezó el siglo hay una pregunta que en un sinfín de entrevistas me repiten: “¿Hacia dónde está evolucionando el carnaval?” Hasta no hace mucho solía salir del atolladero respondiendo que “en épocas de tránsito no se puede hacer balance”. Pero esa respuesta ya no me la creo ni yo, pues no resulta nada creíble que llevemos dos décadas transitando. Cuando esto ocurre me temo que el término “evolución” hay que sustituirlo por otro más simple: “¿Qué le pasa al carnaval?”, que equivale a ir aceptando que se ha metido en un callejón sin salida. La crisis de la chirigota no ha ido acompañada por una apoteosis de la comparsa, ni del coro, ni del cuarteto, y no por la menor o mayor calidad que haya o deje de haber cada año en las modalidades, sino porque no hay relevos que recojan el testigo con la misma energía con la que lo cogimos los que ya nos vamos acercando a su punto de entrega. También hay otra solución más sencilla: seguir insistiendo, erre que erre, por cojones, carnaval tras carnaval, en que el carnaval lo hemos inventado nosotros, mientras nos miramos de reojo unos a otros a ver cómo le sale la jugada al que tira pacá o pallá para hacer lo mismo o ni siquiera intentarlo. Qué bonito, qué bonito, qué bonito está mi Cadi…

JUAN CARLOS ARAGÓN