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Mugarra desde Mañaria (I)
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Mugarra desde Mañaria (I)

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Kuitxi

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Artículos de montaña. Tal vez crónicas. Cuadernos de viaje ´jibarizados´. Sentimientos en miniatura.... A lo grande se escribió la Escalada al Balaitous, la Ascensión al Aneto. Ambos con Juanito y Mikel Oiarzabal.

A lo grande, “Tras los pasos de Colón y de Platero”, en 2012, luego de desbrozar de emociones la Sierra de Aracena, y disfrutar de Palos y Moguer a sabiendas de que no encontraríamos el muelle de la Nao y las dos carabelas (destruido por el conocido como ´terremoto de Lisboa´ que asoló, en 1755, la ciudad lusitana, y cuyas réplicas no encontraron oposición en las aguas portuarias de Onuba, ´Onos Baal´: ´fortaleza de Dios´, fundada por el imperio fenicio hace 2017 años)... sino sus muy meritorias reproducciones, y las esculturas en cartón piedra, pero muy logradas, del almirante, y apenas sombras del tierno y adorable burrito y su sumo hacedor, Juan Ramón Jiménez.
A lo grande, sí, pero como si ´a demanda´, del mismo modo que una cierta tristeza, un amago de amargura me provocara la escritura de lo que, en esencia, como si lo presumiera el último cohete de nuestra colección, fuera el último de los 44 ´Cuadernos de Viaje´ que pensando en ella escribí como ahora en él pienso: “Viaje a la guarida de Guayota”.

Llevaba, por entonces, un tiempo perezoso, hasta que, Tenerife y el volcán ´Echeyde´ (Teide) me empujaron a deshacerme de la desidia al borde del mar. Era 2007. Hubo más viajes junto a ´Ella´. El último, repitiendo vuelo a Ibiza, en el verano de 2010, a otoño completo y quince días invernales de la última gran explosión, nuestro particular big-band, esa catástrofe de la que el Universo no se hizo eco, pero que, en lo que a mí respecta, me dejó des-o-lado, sin sol, o del sol que ella era sin estar a su lado. Frío en el cuerpo. Así por fuera como por dentro. Como antídoto para aquel dolor, tomé de todo, pero nada me sirvió. Probé, por ejemplo, la ´homeopatía de montaña´ a pequeñas dosis, pero se acrecentaba el dolor...  Desde entonces voy por la Tierra asumiendo montes. Pero lo hago por obligación. Para que no digan de mí que el sufrimiento me venció. Porque a a José Martí no le puedo hacer un feo: “Vivo... porque debo ser más fuerte que todo sufrimiento y todo dolor”, escribió desde la cárcel, y los trabajos forzados (picando piedra en las canteras ante la asquerosa mirada del capataz español) el niño que el humanista cubano era. Por eso continúo yéndome al monte, aunque no tenga unos hijos a los que en la cumbre bautizar. Hago cima del mismo modo que Sísifo deposita en lo más alto la enorme piedra que desde el valle a sus hombros acarrea. Y es que no hace falta morir para que uno se sienta un personaje más de la mitología...
  20 de agosto. Tocaba el Mugarra. Iker sembró en mí la deuda porque fue él el que me lo encomendó. Iker, `el del Cabezo del Santo´. Hicimos buena pareja en nuestra primera cita. La gesta fue aquí narrada. Hoy me corresponde escribir sobre el ataque al Mugarra desde el nivel del mar de Mañaria: la plaza, el ayuntamiento, un bar, la carretera, una corta escaramuza sorteando piedras solariegas hasta plantarnos los dos a la puerta de un camino, senda, carretera pues, de de inicio, de asfalto bien trabajado es su suelo.
Carretera empinada. Cuesta brutal. Desniveles inhumanos. Pega un tirón. Se va de mí ya de salida. La fuga que habrá de convertirse en ´la escapada del día´. Busca el muchacho, más allá de medrar en la general de la montaña, publicidad, qué, si no, para la marca de ropa que, de los pies a la cabeza, lo viste en patrocinio, la mochila gris que ergonómicamente se acopla a su espalda, y hasta los bastones a pares, tentado estoy por escribir el nombre de la casa, pero, yo, qué ganaría, Nada, y él perdería intimidad.

De paparazzis se llenaría su bar, Peña ´Erik Morán´, camisetas de Morán y Ander Capa (aún no se había hecho oficial su acuerdo con el Athletic Club) debidamente dedicadas y firmadas, se petaría, estábamos diciendo, el bar que regenta, ´balasera` de fogonazos, y ni un euro sobre la barra, oye, como si los fotógrafos no tuvieran sed, tampoco de justicia, ni de sangre, el susto ya pasó, se trata de poner fin a esta locura de inicio, achacable, en gran medida, al estado de enajenación emocional que este escritor de viajes padece desde que se quedó huérfano de su ultima mujer, que, aunque otras hubiera en buen número (todas ellas cumplidoras del requisito de “amar a la naturaleza  como a ellas mismas”), esencialmente fue la primera porque, ¿saben?, así como sólo hay un tren en la vida, una ´esposa´, ni más ni menos, tan sólo hay, lo demás, el resto, no supone sino vivir ´esposado´.
  Una breve campa es el preludio. Un pequeño bosque en forma de uve invertida marca la frontera. Y sobre ella (la campa), árboles; y sobre él (el bosque), el Mugarra, su inmensa pared de piedra caliza es la promesa , peñascos desgajados que se estiran a la derecha. Y sobre todas las cosas, una inmensa nube blanca separa la piedra del azul del cielo, Iker, ya se dijo, negociando al fondo una curva, se aleja de mí, va pisando la luz del suelo, la sombra de la encina que lo protege no es para él, porque, quizás, ya esté unos metros más allá de ella. Muchos más cuando intento cazarlo por segunda vez, bajo lo cables de la luz, un poste a su derecha, pastos en ascenso, alambradas a su izquierda. “A desalambrar, a desalambrar” que aquellos picos del fondo son suyos, míos y de aquél, “de Pedro, María, de Juan y José”, de Victor Jara, que es el que los canta…
  Que cante él, que yo voy fatigado. Me tomo un descanso del mismo modo que con mi pan me alimento, que con mi pan de agua me voy comiendo paisaje a manos llenas. Este bosque tan hermoso, preludio de una ´pala´ con tanta pendiente, o más, que el Eretza de los Montes de Triano, que el Petrechema, el vecino de enfrente de Hiru Eregeen Mahaia (Mesa de los Tres Reyes), que ´ella´, por cuestiones vertiginosas, no se atrevió ni a intentarlo, a pesar de mí, de mi mano cariñosa y siempre en ofrenda: ¡hasta me la habría cortado para que le sirviera de empuñadura a su makila de brava mendizale!  Qué verde tan embaucador. Apenas lo gris de la cara de la montaña nos muestra, como si fuera la caries de una dentadura terrenal del todo verdosa. Caprichos de un dios. Consecuencia lejana de aquella explosión que el poeta cubano a él le atribuye…
  “Viajamos entre la tormenta / después de la explosión de Dios / cada relámpago nos muestra / fantasmagóricos de amor….A bordo de esta expedición / va un loco / un albañil / un nigromante / un ruiseñor / y un beso espadachín…/ nos falta un día / un niño / un don / para sobrevivir”….  Dicen que fue Elián, “el niño balsero”, el que inspiró a Silvio Rodríguez para componer ´Expedición´. Iker es el nigromante que va adivinando caminos. Yo soy el loco: a mis años, y jugando a ser marinero sin balsa, a nado asciendo en busca de los restos fósiles que se adhirieron a las rocas cuando estas no eran montañas, sino parte del paisaje del fondo de un mar, hasta aquí llegaban las aguas un día, peces nadando, hombres caminando, ángeles caídos que no vuelan no nos podrán nunca curar de estas heridas del cansancio y de la sed. Vete tú, que yo me quedo...
  Motivos tengo, a mis espaldas están, aunque con uno me basta, y me sobra, imponente, majestuoso Untzillatz (941m.) que se come con su estampa el Astxiki...y la larga crestería que culmina en el Anboto. ¡Qué verde es el valle que precede a las faldas del coloso, la “pequeña Suiza” le dicen a este paraje. Nubes deshilachadas con forma de continente, la Europa escandinava, tal vez, la punta de Noruega, Dinamarca se adivina, Islandia como culmen, de Groenlandia nada se sabe.
Hojas al viento. Un árbol muy oscuro. Ángulos son de este cuadro que termina. Porque llega una pared. Un muro humano. Un ángulo de 45 grados al sol. Hay un  cartel de madera, color marrón, letras amarillas. Y como MUGARRA salta a la vista, y el madero termina en flecha hacia la derecha, torcer, hacerle caso, fiarse de las apariencias no habrá de llevarnos a engaño. En efecto. Héla ahí.

Tanto esfuerzo en demasía el suyo y para qué, a diez metros, no más, a tiro de piedra, me detengo y se la arrojo, porque, desde mi soberbia, libre de pecado me creo en la montaña, metafórico guijarro es el mío, tan sólo pulsar, y, de inmediato, guardar, para que, luego, en el silencio solitario de su casa, pueda verse tal como es cuando camina desinhibido, por la derecha, como un cochecito que se supiera sus normas de circulación, las respeta aún no siendo carretera, sino senda forestal, “In the forest”, Van Morrison y sus bosques de Caledonia, paso firme y decidido, camino del Mugarra, custodiado por la fuerza prehistórica de los árboles, las cunetas son de hierba clara, es la luz del sol, que ilumina la vereda y al nigromante que en duro ascenso la acomete.
Duro. Costoso. Exigente en grado sumo. Pero él se va. Otro demarre más. No hay quien pueda con este hombre, que busca ir en cabeza para así poder, él solo, comerse el monte a dentelladas. Allá él: con su pan se lo coma. Aquí, yo. Plantado delante de una verja de metal y un paso de tablones en baja escalera, asumibles peldaños. Que me esperan. Saben que, manos en jarra, visera azul, sonrisa de duende viejo, soy el modelo perfecto para mi propia fotografía: fue una pareja, sin pedirlo me dio el sí.

Iker, el nigromante de esta expedición, no tuvo la delicadeza de agacharse, a lo suyo va, feliz, como el niño que en verdad es, con sus botas nuevas, las compró por internet, toda su compra es virtual, real es el trozo de pared del Mugarra que los árboles no tapan: parece que está ahí, pero falta un buen trecho. Y es que, mil veces se dijo: “En la montaña todo está lejos”…
Asumiendo que seré segundo en la meta volante del collado de Mugarrikolanda, voy a mi ritmo, cojo una marcheta, y el montañero corajudo que soy se envilece hasta convertirse en caracol. Y de mi lentitud me aprovecho buscando en ella virtud. El derecho de vivir como uno quiere, o puede, mis facultades físicas no son aquellas de la ´pretemporada de los 24´, cuando “El Capataz” nos sometía con el látigo que en la cena de despedida le fabricó a sus espaldas  el travieso Marqueta.

Aquel ´Luis´ subía y bajaba cuestas en las campas de Balllonti, y lo hacía sin descanso, mientras gran parte de sus compañeros humillaba la cabeza para mejor vomitar. Y luego, las escaleras. Que esa era otra. Las de Sotera de la Mier que bajan con prisa y sedientas hacia el La estación de tren de La Canilla y el agua de su afamada y tan cantada Fuente. Las de Buenavista, compartidas con el Santurce (sic). Correr  a la altura de las rodillas por la orilla de la fétida playa de Las Arenas (sic).
Aquello era sufrir. Que se lo pregunten al mayor de los Trigo, que se abrió la rodilla en canal con un cristal (¿un trozo de la botella verde del náufrago?), pasar el Puente Colgante en pantalón corto buscando la casa de Socorro, “Acompáñelo usted, Luis”, me había ordenado Pernas, nuestro ´Capataz´, que desde el principio vio en mí la figura del buen samaritano: “Cómo no ayudar a un compañero si se vuelca con los forasteros”… Pero había un fin bueno al final del túnel, había un fondo de la cuestión: el ´fondo físico´ “para llegar un segundo antes que el rival a la pelota y así asegurarnos la posesión de la misma”.

Parece que ya en mí no existe aquel fondo físico. Pero si vivo, es por él, que vivo de prestado, de los réditos, de las comisiones, la hipoteca de la casa que soy juega a mi favor. Aún. Aunque eso no evita que me tome tanto descanso. Para beber un ´acuarius´ al que ya le estoy cogiendo manía. Agua con miel y limón es la última recomendación que recibí. Será para el futuro.  El presente se detiene. Y en cada parada, una visión. “Beautiful Vision”. Música de este tipo necesitaría  escuchar la lectora  para sacarle provecho al Mugarra tras la foresta y bajo las nubes, de precioso algodón, están para comérselas, una mordida y una de ellas se deshilacha. Huye. La sigo con la mirada. Es como un ´tramankulu´ de esos que, para captar lo que el resto de las cámaras no puede, sobrevuela San Mamés a la altura de mis morros en la previa de los partidos.

El viento la atrajo hasta “Santa Lucía”, otro de los nombres que se le atribuyen a esta “Peña de”, que se encoge y se hace verde, como encorvada. Una visión parcial. Muchas. Hasta que la memoria aguante. Soporte. Le quepan. La memoria de mi teléfono móvil cuya capacidad para captar imágenes es prodigiosa. Como este Mugarra que no deja de sorprenderme. Tímido de tanto mirarlo.
Se encoge hasta convertirse en una especie de dolina, esa suerte de  embudo que tanto abunda en las campas de Arraba, camino de la Cruz de Gorbeia, atrás quedó Pagomakurre con su venta derruida, ni una piedra dejaron, ¡bárbaros!, ni un triste muro para lamentarse del queso de oveja que ya no podré comprar, ni los bocadillos de tortilla francesa, ni española, ¿qué pasa con la tortilla vasca?, mucha estrella Michelín acaparan los cocineros vascos, pero en asunto de tortillas nos comieron la tostada francia y españa.
  Como un torbellino, el rabo de nube de Silvio se lo pidió también el Mugarra, y se llenaron de cavidades sus paredes. Dicen que la lluvia, violenta, de tanto castigar la caliza de manera selectiva, creó agujeros, fisuras, huecos, cavernas, cuevas, oquedades... Otros, entre los que me incluyo, sostienen, en difícil equilibrio argumental, que el conde Russell, luego de picar las paredes del imponente Vignemale pirenaico a fin de construirse sus moradas para habitar lugar tan fascinante, tras dar por finalizadas las obras de sus residencias de verano, otoño, invierno y primavera, invitado por las Juntas de Bizkaia, operó en el Mugarra a fin de crear y despertar similitud entre el Pirineo y la “Suiza del Duranguesado”.
“Para los buitres”, declaró, “para que, en la intimidad de lo oscuro, se amen y pongan huevos como gallinas”. Hoy, se cuenta, sesenta parejas de estas aves rapaces, despectivamente denominadas  “carroñeras”, sobrevuelan el Mugarra para estirar las alas, y, a la hora de la siesta, y a la de la noche, se recogen para el descanso, la dormida y el sueño. Buitres, sin embargo, no veremos: estarán de Colonias, los más jóvenes; de Vacaciones, los adultos; de Luna de miel, los recién casados, y de Caza, los hambrientos…

De Iker no queda nada. Ni su sombra. Que no lo veo, quiero decir. Curva a la izquierda. Curva a la derecha. La pendiente se suaviza a medida que se acerca el collado. Tres fotografías faltan. Así voy midiendo el tiempo yo desde el día aquel primero en el que ella me pidió que le escribiera ´pies de´ a sus-nuestras fotos luego de recaudar una buena cantidad de imágenes en la “Huída al Balneario de Panticosa”, el alfa de lo que habría de ser una colección de Cuadernos de Viaje que a mí, al escribirlos, me daban placer, y a ella, a ella...
la volvían loca, y en aquella locura de la muchacha de Barakaldo le encontraba yo un sentido del todo gozoso y pleno a la vida: a la de ella, a la mía...y a la pareja que ambos componíamos. Algo parecido a esto escribió un día José Saramago, y nunca lo olvidaré: “En una auténtica relación de amor (su paradigma era la suya, la que con Pilar del Río vivía) existen tres agentes: el hombre, la mujer...y el amor que los une”. Bendito Saramago (el más ateo de todos los creyentes, el más creyente de todos los ateos), que estás un poquito en Portugal y otro tanto bajo el olivo del jardín de la casa de Tías, en Lanzarote, allí donde se materializaron los mejores sueños del Premio Nobel de Literatura de Azinhaga.

Regresa la roca. Vuelve el Mugarra. Y lo hace de lleno. Se planta ante mis ojos como si fuera la barrera que marca el final del camino. Superficie acaracolada la suya. No fue en vano que esta “Suiza del Duranguesado” estuviera ingentes millones de años instalada en el fondo del mar. Si de esta verdad se calaran los amigos de ´Historia´ o de ´National Geographic´, calenturientas sus mentes, osadas teorías las de sus colaboradores, se soltarían el pelo, ellos, la melena, ellas, aventurando que el misterio de la Atlántida ya no lo es, que ha llegado, por fin, a su resolución: Fulguró, las aguas se la tragaron, y resurgió.
Esto es la Atlántida, señoras y señores, y el Mugarra es uno de sus muchos colosos. Si la crestería del Anboto no es sino una diosa dormida llamada Mari, el Mugarra es cíclope atípico, su antítesis: si los habituales tenían un solo ojo clavado en la mitad de su frente, el Mugarra tiene decenas. Para su desgracia, las órbitas, con sus nervios, el tiempo las arrancó, el viento que agitó la lluvia con la intención de dejar ciegas las paredes, enorme frente plagada de cuencas, las cuencas de los ojos, Cuenca ciudad encantada; Mugarra, que no se queda a la zaga a la hora de maravillar a este montañero que no hace sino mirar y mirar de manera compulsiva, manía que adquirió al de poco de sentir que caminaba solo, que Iker tenía entre ceja y ceja llegar en cabeza, y en solitario, al collado de Mugarrikolanda.

Lo hizo. Lo hará. Y a mí me quedará la labor de dejar constancia de lo que mi nigromante antecesor iba viendo sin mirar, ojos que no miran corazón que disiente, pero que terminará estando de acuerdo cuando yo le envíe a su wasap  las fotografías que golosamente me habrá de pedir. Como ésta: entre la caliza y yo, los ojos que al rozar arañan con su verde de matices. No habrá sangre derramada, sin embargo, ni líneas sobre la piel que sean cicatrices antes que heridas. Limpio y curado llegaré al collado.
Y lo sorprenderé. O será que se hizo el despistado porque yo se lo pedía para la pose. La “Suiza del Duranguesado”. Y él, su primer embajador. Una imagen de perfil. Paralela a las señales de madera que en toda dirección se esparcen como brazos de una lámpara maravillosa, como miembros de un solo cuerpo que se diversificaron para que la persona montañera que hasta este punto llegó sepa al momento en qué lugar se encuentran y cuales sol aquellos que los maderos en punta le invitan a mirar. Collado de Mugarrikolanda. Antes de indagar, reparemos en este hombre que tantas pistas nos está dando sobre su significado…
  De primeras, constatamos que la ´A´ que oficia de omega en el nombre de esta mole trocó en ´I´. De Mugarra a Mugarri. Muga eta arri. Frontera y piedra. Límite y  peñasco. Frontera de piedra. Límite que la piedra determina. Mugarri. Ko. Landa. Inevitable. Cómo no aprovechar la palabra para aludir a la figura del fantástico escalador que está poniendo patas arriba el nombre del ciclismo en el último tramo de la temporada. Landa, Mikel Landa.
Campas. Fémina es esta del Mugarra que en pendiente ascendente busca cobijo en las raíces calizas de la elevación. A su izquierda, a la de Iker, en moderada subida, luego de veinte o treinta metros de camino, media docena de caballos hacen manada a la hora de la comida. De marrón claro sus pieles. Oscura la del más próximo. Tal como la de las sombras de sus cuerpos, cuyas cabezas, en abrumadora mayoría, buscan la lluvia, ramoneo para el rumie de la hierba de estos pastos. Colas relajadas Crines sesgadas.

Comer, comer y comer. Defecar de vez en cuando dejando de su heces restos por doquier. Copular cuando sienten la llamada irrevocable y ciega de su naturaleza inconsciente. Trotar. Sin monta. Docilidad no encontraría la montura. Mejor no tentar a la suerte, sírvanos la mala experiencia de Superman, para no no hacer probaturas. En diagonal paralela al camino que deberemos andar, caballos negros, vacas claras. Iker, manos en jarra, observa lo que va desde el collado hasta la base de la montaña.
Tuvieron que cavar duro para soterrar el sostén hormigonado de las señales. Mi makila, la única de las dos que ´a pares y síes´ compré (que no hubo regateo se quiere decir), descansa tumbada al sol, en diagonal, totalmente estirada. La mochila rojinegra que otrora me procurara en General Tapioca, erguida pero de espaldas, es la base de esta fotografía; lo más alto del Mugarra cierra la imagen, un Mugarra que, cerca en metros del millar, apenas nos deja ver el límpido azul del cielo. El sol no se ve. Pero se nota. Y se hace sentir. Castiga el cuerpo.

Y la piel no encuentra otro remedio que romper a sudar hasta el empape de la ropa. La piel encuentra regocijo en el refresque. Pero el montañero, en conjunto, sufre. Y lo hace en su totalidad... Más habrá de sufrir cuando se empiece a negociar el empinamiento de la cumbre. Se adivina una caverna en la mitad de la base. Y una especie de hornacina gigante pero sin santo al que mirar, rezar e, incluso, venerar. Podría ser un nicho al descubierto.
O la tumba de Cristo luego de que aquel ángel forzudo la moviera para que, resucitado, saliera a la luz el Maestro de los doce discípulos, y el  de María ´la de Magdala´ (la bien cantada por Joaquín Sabina: letra del de Úbeda, música de Pablo Milanés•... ”que en casa de María / de Magdala / las malas compañías / son las mejores”…), de entre todas las figuras que se movían entorno al ´Nazareno´, su preferida. Mujer tenía que ser…

Un artículo para ElDesmarque Bizkaia de Luis Mari Pérez 'Kuitxi', futbolista, periodista, montañero, pero sobre todo escritor: cuentos, relatos, crónicas, artículos radiofónicos, literatura de viajes. 

@LuismaPrezGartz

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