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Mi independencia

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Juan Carlos Aragón

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El amor a la tierra no lo he inventado yo. Cataluña tampoco. No obstante, el martes, durante unos instantes tan largos que aún me duran, compartí el profundo dolor que manaba inocente del rostro de unos jóvenes catalanes, que sentían cómo se les esfumaba el sueño de su independencia. He dicho bien: la suya. Procuraban contener las lágrimas pero se les escapaban porque, como el amor y la amistad, en la juventud el dolor es tan puro que duele de verdad y duele para toda la vida. La clase política me pareció más vomitiva que nunca. Cómo los traicionaron. Cómo usaron y jugaron con su ilusión, su esperanza, su lucha y su fe. Me sentí uno más de la Cup (a la que incluyo en la política pero no en la clase). Sin irme ni venirme el rollito catalán, recuerdo a mis lectores que el Rubio ya nadaba a solateras en las turbulentas aguas de la independencia, cuando todavía no sabía ni nadar; si no, registren por mis primeros tangos y pasodobles —y no tan primeros— y algo hallarán:

 “Si Cádiz, por fin, fuera cantón independiente para gobernar una república de barcas dándole la espalda a su maldito continente  y la dejaran siempre  junto al mar sin tocarla… Si pudiera hablar con la otra orilla y recogiera los vientos que soplan de las Antillas. Yo, por mí, arrancaría  su morada bandera y, honda, la clavaría  en la playa La Victoria pa que to’l mundo la viera, mi bandera enredaíta en una caña de pescar… Ay, qué playa, qué victoria, qué país y qué bandera Alargando su frontera hasta los límites del mar. Tierra, Tierra, Tierra  de los gaditanos: yo tiré la piedra  y enseñé la mano. Tierra, Tierra, Tierra…  pero no tiemble usted, que no hay patria que valga una guerra… Aunque con Cádiz…  no sé…” 1997. Kadi City, ciudad sin ley.
En mi vida había puesto tantos puntos suspensivos…
Es cierto que los nacionalismos se curan viajando, y que yo en aquella época había estudiado mucho y viajado poco. Pero a medida que pasaban los años y viajaba por otras ciudades y patrias, sentía en mi interior cómo el amor a la tierra —a la mía— maduraba y crecía por encima del resto de los amores reconocidos. Tan absoluto era el amor que dejé de hablar de independencia para que no se asemejara a esos nacionalismos excluyentes que son la fuente de los odios más imbéciles que he visto presentes en el ser humano. La independencia que siempre quise para mi tierra fue mística, íntima, poética, erótica, armónica y atlántica, salvajemente atlántica… Nada de grupos políticos que hiciesen suyo el Pendón ni reivindicaciones públicas que la enfrentaran a otra tierra u otra gente, pues perdería su encanto y su pureza: el amor iba por delante de la bandera.
Al margen, ya sabemos cómo se las gasta España con los independentismos, da igual que vengan de arriba o de abajo: que le pregunten si no a Companys o a Salvochea. O le montas una ETA o te liquidan rápido y volao. Mis paisanos nunca apoyarían una causa así. Pero tampoco lo lamento. Para ser feliz no hace falta que Cádiz sea independiente: basta con que sea, que no es poco. Lo que sí lamento es que el mismo martes ruló por las redes un chístenet que decía: “Puigdemont, aclárate, picha, que están to las comparsas con medio pasodoble metío”; y lo lamento porque seguramente el pretendido chiste sea verdad: cuando no hay criterio propio hace falta esperar a que se pronuncie el ajeno, y según sea recibido…
La independencia que siempre quise para mi tierra fue mística, íntima, poética, erótica, armónica y atlántica, salvajemente atlántica…
Lo que sí puedo entender es que la independencia de su tierra sea un real e insustituible motivo de felicidad para mucha gente. Es un universal del sentimiento humano. Por eso, si yo fuera un estudiante barcelonés que el martes me hubiera visto a las afueras del Parc de la Ciutadella, después de que Puigdemont convirtiera mi esperanza en el estribillo de Los Tintos de Verano, probablemente habría secado mis lágrimas con una Estelada tatuada en mi alma para siempre, sabiendo que la independencia que se consiga o deje de conseguir ya no será más que una obra de ingeniería política y nunca una victoria del Tercer Estado, de la Voluntad Popular: esa victoria fue suspendida por los mismos que estaban obligados a proclamarla. Con lo bonito que fue mientras duró… Otro motivo más para ser anarquista: “Ningún Estado os hará libres”. El catalán tampoco.
Los fachitas siguen abrazados a la esperanza de que los independentistas no sean mayoría. Pero ahora mismo me juego el cuello a que sí lo son. Y si no lo son, lo son tanto que como si lo fueran. En todo caso, los que no son mayoría son los del PP y mantienen el gobierno de España".
EL RUBIO (en el iglú poniéndole balas nuevas a la guitarra)

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