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Los tres yugoslavos del Levante nacidos en el 61

Miguel Á. Vara

Hubo un tiempo en el que no existía internet. Así de duro. Para los más jóvenes, esto que ha sido realidad durante miles de años les produce una extrañeza y desasosiego ciertamente comprensible. Pero era así. El mundo no estaba conectado y era prácticamente imposible enterarse de lo que sucedía en otro país si no estabas físicamente en él. Esta realidad afectaba al fútbol, con especial incidencia a la hora de firmar jugadores extranjeros. Repito, aunque os suene imposible a los más jóvenes, no cabía la posibilidad de teclear en Youtube el nombre de un jugador y ver sus mejores acciones, no podías abonarte a Instat o Wyscout y que todo el mundo del fútbol estuviera en tu ordenador. Ni siquiera se podían sintonizar cadenas extranjeras y, si se lograba, no televisaban fútbol, o adquirir revistas futboleras de otras ligas. Era imposible, simple y llanamente, conocer algo de un futbolista si no viajabas a verlo en directo.

Y los viajes no eran low cost, ni existía la cantidad de vuelos actual. Eran esos vuelos en los que la gente fumaba. Sí amigos, hubo un tiempo no muy lejano en el que en los aviones se fumaba alegremente y así, si por ejemplo te comías cuatro horitas en avión a Moscú, salías del aparato con el mismo olor que tras una noche discotequera. Pero nos estamos desviando del tema, volvemos a la imposibilidad de firmar jugadores extranjeros sin correr un alto riesgo, máxime si hablamos de un modesto club de Segunda División, con poca infraestructura y sin tradición en este campo. Pongamos que hablamos del Levante UD de finales de los 80, cuando al aficionado granota vio como se enfundaban su camiseta tres yugoslavos. Porque sí amigos más jóvenes, había un país llamado Yugoslavia donde ahora veis en el mapa un puzle de naciones que hace dos décadas dirimieron sus diferencias a base de tiros y bombas, acabando con esa Yugoslavia de la que aterrizaron en Orriols en 1990 Binic, Munjakovic y Vujcic.

Aún me pregunto el criterio por el que llegaron a Valencia, no sólo ellos, en general la mayoría de foráneos de hace décadas, entre los que se amontonan anécdotas y dudas razonables de si el que jugador que acababa viniendo era, realmente, el que se quería firmar. Pero volvamos a los yugoslavos del Levante. En una época con límites legales para firmar extranjeros, cuando llegaba uno a un club modesto se generaba una lógica expectación que, habitualmente, terminaba desembocando en decepción. De todo hubo en estos tres jugadores, todos nacidos en 1961. Eso sí, especialmente llamativo fue el caso de Dragisa Binic, levantinista en la segunda vuelta del ejercicio 1989-90, compartiendo vestuario con los Vitaller, Blesa, Aragó, Latorre, Ballester y el icono granota del momento, Cicero Ramalho.

Aunque sólo jugó siete partidos y no vio portería, la verdad es que ese extremo con incipiente alopecia me llamó la atención y no sólo por la similitud capilar. En un Nou Estadi en el que aún no había sillas y uno podía cambiarse de fondo para ver siempre el ataque de su equipo, dejó carreras, desborde y gotas de calidad que, no sé por qué motivo, no fueron suficientes para que siguiera en un Levante que se salvó del descenso por tres puntos. Así que su recuerdo se esfumó hasta que, unos meses más tarde la Europa futbolística empezó a hablar maravillas de un Estrella Roja de Belgrado que avanzaba con paso firme hacia la final de la Copa de Europa con un puñado de jugadores a los que se rifaban los grandes. Ahí estaban Prosinecki, Pancev, Savicevic, Belodedici, Jugovic, Mihajlovic…un equipo impresionante que le dio a Yugoslavia su primera y única Champions derrotando en la final al Olympique de Marsella de Papin y Chris Waddle. Y en ese elenco de estrellas, se hizo hueco y volvió a aparecer en mi vida Dragisa Binic, un fijo en las alineaciones del gran Estrella Roja, incluida la gran final en Bari en la que el ex levantinista marcó uno de los penaltis, el segundo en su caso justo después del fallo letal de Manuel Amoros, en la tanda que decidió al campeón.

Así, un jugador intrascendente en el modesto Levante, se proclamaba campeón de Europa unos meses más tarde de salir por la puerta de atrás del club granota. Rebobinando, Binic había sido ya jugador del Estrella Roja, siendo su máximo goleador en la 87-88, lo que le valió para recalar en Francia, en el Brest que jugaba en Segunda y donde siguió con su racha anotadora, haciendo 18 goles. Su siguiente año en Francia ya no fue tan bien y eso le supuso salir hacia el Levante, donde no vería puerta en esa media campaña que se enfundó la azulgrana antes de regresar a Belgrado. Tras el éxito en la Copa de Europa, se convirtió en el primer jugador extranjero que firmaba el Slavia de Praga, que vestía como el Estrella Roja, y que era club puntero en Checoslovaquia, porque sí amigos imberbes, hasta 1993 existía un país llamado así. Su carrera fue enfilándose hacia el exotismo y las lesiones, pero siempre dejando goles. Así, en el Apoel Nicosia chipriota hizo 10 tantos en 14 partidos antes de marcharse a Japón, donde militó en Nagoya Grampus Eight y Tosu Futures, y a partir de ahí se le perdió el rastro. Después de colgar las botas, trabajó en el fútbol de su país, que ahora es Serbia, unido al club de su ciudad natal y donde empezó a jugar, el Napredak Krusevac, cuna de un levantinista capaz de ganar la Copa de Europa.
 
En la siguiente temporada, el Levante entró en una de sus habituales dinámicas autodestructivas en las que se suceden entrenadores (tres), jugadores (27) y todo acaba en descenso a Segunda B. En esa campaña, de nuevo se apostó por traer a dos yugoslavos que fueron compañeros de vestuario, entre otros, del actual técnico del Villarreal Marcelino García Toral (disputó 33 partidos como azulgrana). Los elegidos fueron Mladen Munjakovic y Zoran Vujcic, dos desconocidos a su llegada…y también a su salida.

Munjakovic era un jugón del medio campo, con buen golpeo y detalles de calidad que destacaban en un Levante de barrizal. Su mejor partido lo hizo ante el Elche, al que le marcó en dos ocasiones, una de ellas convirtiéndose en el mejor gol de la temporada. Sus seis goles no fueron suficientes para salvar al equipo en una Segunda en la que ascendieron a Primera el Albacete de Benito Floro y el Deportivo de Arsenio Iglesias. También nacido en 1961, tras la guerra Munjakovic pasó a ser croata y se formó en el Dínamo de Zagreb, desde donde recaló en el Rapid de Viena con el que jugó la previa de la Copa de Europa. Su carrera fue a menos y tras jugar en Ljubjana, llegó al Levante en 1991 para jugar un solo año y acabar su carrera en el modesto Segesta.

Menos brillante fue el otro yugoslavo de la generación del 61 que recaló en Orriols esa temporada, Zoran Vujcic que en su papel de delantero hizo 5 goles en 30 partidos. Futbolista poco visual, llegó a Valencia desde el Rijeka donde tampoco es que sus registros anotadores invitaran al optimismo desmesurado: 12 goles en 62 partidos. Y, tras el descenso, se fue por donde vino, para acabar colgando las botas en el Zadar, cuando su país ya había dejado de ser uno y de yugoslavo pasó a ser croata.

Lo cierto es que los futbolistas de la ex Yugoslavia no han sido muchos en el Ciutat, donde eso sí dejó sus últimos destellos Pedja Mijatovic, en una tradición que a principios de los 90 abrieron estos tres jugadores que no se sabe bien cómo y por qué firmó un Levante que se permitió el lujo de descartar al que poco meses sería todo un campeón de Europa.
 

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  1. Granota Serbi

    Hostias, ni me imaginaba que Binić había sido jugador del Levante! La verdad es que en Yugoslavia lo llamaban "res galopante" (kasačko grlo) porque tenía una velocidad descomunal (se dice que rozaba 10 segundos a 100m) y un centrochut nada desdeñable. Por lo demás era normalito: Dejo (Savićević) o (Dragan) Piksi (Stojković) le mandaban un pase en profundidad por la banda y el corría como si le llevaran los demonios (ver uno de los goles contra el Dynamo Dresden en Belgrado).