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El hombre que vino del frío

Carlos Puértolas

Vladislav Radimov salió del congelador antes de tiempo. Necesitaba unos años más de frío para que su tez blanquecina y pelo rubio estuviesen preparados para soportar el calor de las grandes Ligas. Le sacaron del hielo sin dorar, casi crudo. El sol del Ebro derritió a un jugador de clase infinita y menor capacidad de sacrificio. 

Vladislav caminaba no hace mucho por Zaragoza. El muchacho, bien abrigado y sonriente, curioseaba unas perchas con ropa deportiva junto a un íntimo amigo que ahora luce brazalete sobre una elegante chaqueta americana. Poco ha cambiado su rostro; leo por ahí que una vez al año pasea por La Romareda e incluso firma algún autógrafo a algún talludito de buena memoria. Quizá se sienta en deuda por su insípido papel como blanquillo; quizá ahora, con cuarenta y un noviembres, quiera dar una lección magistral a los pollos que corretean por la Ciudad Deportiva. Podría enseñar buen fútbol porque está plenamente capacitado, Radimov era un pelotero excelente.  Aquel Real Zaragoza de entreguerras buscaba una nueva identidad tras haber tocado la gloria. Debía reinventarse con futbolistas jóvenes, de calidad y con el estómago vacío. Hasta aquí llegaron en un par de mercados hábiles el Kily González, Berti, Gustavo López, Dani, Morientes, Paqui y un muchacho desconocido de veinte años, tímido, aparentemente imberbe llamado Vladislav, junto a su pareja embarazada. No lo iba a tener fácil este hijo de un país gélido. Radimov traía rasguños de una niñez complicada. Atrás dejaba una Rusia en plena metamorfosis económica y salpicada por pólvora chechena.  La Puerta 14 necesitaba nuevos ídolos a los que admirar y no lo dudó con el ruso, quizá por su aparente endeblez coreó su nombre desde el minuto uno. Pocos jugadores con menos méritos fueran tan mimados por la adolescencia noventera. Radimov jugaba bien al fútbol pero escondía un defecto: era un alma libre; un verso suelto en el campo con un toque sutil y fino, gusto excelente por el peloteo de salón pero pocas ganas de correr y de pelear. Hablemos claro, en la Puerta 14 siempre nos pareció un vago, con el 17 a la espalda y con el número 2 heredado de su íntimo Belsué. Pero tenía un halo místico, casi inexplicable que provocaba que coreásemos su nombre sin más mérito que cuatro toques correctos y un trote cochinero por la banda.  Zaragoza fue cuna de más de un futbolista vago. Cuentan del búlgaro Iskrenov que se escondía tras los setos de la Ciudad Deportiva para no escuchar el silbato de Luis Costa cuando ordenaba correr al grupo. O de Esquerdinha cuya elástica ceñida revelaba las vergüenzas de una dieta poco equilibrada. Radimov era más futbolista que estos dos caraduras y que muchos otros pero la oportunidad le llegó demasiado pronto. Y tampoco le salió barba en los setenta y nueve partidos como blanquillo. Vino como un niño, se marchó cedido y retornó como un adolescente inmaduro.  Colaboró en una plantilla que estuvo a una carambola de ser campeona de Liga pero jamás su aportación resultó determinante en la pizarra de Txetxu Rojo, ni de Víctor, de ni de Costa. Precisamente con Luis discutió airadamente en el vestuario de Novelda una tarde copera. Radimov se arrepiente de aquel enganchón y uno y otro dicen haber olvidado aquel episodio gris oscuro casi negro. Su única opción tenía billete de salida y tras una aventura por Bulgaria volvió a su San Petersburgo natal, con un hijo zaragozano de cuna a su lado para triunfar en el Zenit con el que triunfó en Rusia y en Europa.  Si le veo le preguntaré por aquel 3-5 contra el Barça de Ronaldo siendo titular. Allí un linier se hizo famoso por errar en un nombre y ser recordado por una frase que nunca dijo ni él ni Mejuto González: “Rafa no me jodas”. Un día conocí a Rafa Guerrero y me pareció un buen tipo. Pero eso ya es otra historia.

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