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Ministros ejemplares

Juan Carlos Aragón

Desde el principio tuve la impresión de que Máxim Huerta al frente del Ministerio de Cultura y Deporte —como decía el inmortal Paco Gandía— “iba a durá meno que un monaguillo en Rusia”. Alguna sombra le acompañaba no del todo transparente. No me inspiraba ilusión para tan distinguido cargo un presunto activista de la cultura que hizo su máster de promoción en la Universidad de Ana Rosa, justo uno de los mayores alegatos contra la cultura en este país. Menos ilusionante aún era presumir de no hacer deporte y celebrar la oferta de un ministerio tan minusvalorado como trascendente (por motivos bien distintos de los habituales, que ahora explicaré). Lo de Hacienda no lo esperaba, pero dada su tarjeta de presentación, tampoco me resultó ninguna sorpresa. Ni la cultura ni el deporte representan al prototipo del que pretende regatear sus deberes fiscales con porcentajes ridículos (que en este país son demasiados). El individuo culto y deportista practica un tipo de excelencia que no ensucia con el apéndice más grosero del Estado: el dinero de todos (de todos ellos).

Sea como fuere, me alegro de que la “jauría” lo haya forzado a dimitir —ese es su argumento—, pues la jauría de la que él habla no es más que la dignidad social manifestada como negación absoluta de toda persona pública que no constituya un modelo a imitar, y Máxim no lo es. Pero insisto, no solo por el fraude fiscal, sino por los otros dos vértices de su personalidad: su modo de entender la cultura y de no entender el deporte. Una persona que no hace deporte y —además— presume de ello no conoce los elevados valores espirituales de una de las tres mayores excelencias humanas, junto a la ciencia y el arte y, por tanto, no puede ponerse al frente de su ministerio, aunque le pague a Hacienda más de lo que le debe. Su nombramiento fue mediático, que para La Sexta Noche puede valer; para un gobierno, rotundamente no.

En principio, entiendo que partimos del error de que compartir este ministerio es algo tan obvio que ni se plantea. Pero el deporte y la cultura merecen tratamiento especial y separado, pues ambos nos salvan justo de todo aquello con lo que el Estado nos condena: la hacienda, la justicia, la educación, la salud, el empleo… Si todo esto falla (y falla de cojones), siempre tendremos a mano una obra de arte, un buen tratado de ética epicúrea o un buen partido de fútbol. Y quienes, además, contemos con la fortuna de hacer la canción, el tratado, la carrera urbana, la ruta campestre, el partido, la sinfonía, el lienzo, el cuplé…

Sí. El cuplé he dicho. ¿Te ha hecho gracia? Uno de los mayores bálsamos de la existencia y la fortaleza inexpugnable de los pueblos es la cultura, y ¡ay de los incultos que ni siquiera contemplan la expresión popular con rango de cultura! o contracultura, pero con rango. Y lo que es peor: esto lo padece gran parte del pueblo, pues ha sido educado en la máxima (en la mínima, diría yo) de que la cultura de verdad es solo la que se impone necesariamente desde arriba.

Y lo que es peor todavía: el deporte también está aún muy carente de la comprensión popular de sus múltiples aristas, precisamente, gracias a la nula cultura deportiva que aún existe en muchos segmentos sociales de este país que identifican deporte con Cristiano, Florentino o Marca. El deporte —como actividad antes que profesión— es la magna catarsis física y espiritual del ser humano. El hombre (como especie, no como género) es esencialmente un ser dinámico que debe estar en constante movimiento según el dictado de su naturaleza. El día que pueblo y gobierno comprendan esto habrán dado un paso definitivo para la constitución de una sociedad que pueda apellidarse avanzada.

La cultura no es erudición, pero demasiadas veces se confunde. Hay gente que lee muchos libros y habla que no se les entiende, mucha gente que lo único que se le ocurre en un concierto es grabarlo con el móvil y mucha gente que, ante una obra de arte, solo alcanza a fotografiarla, y se pone delante (para terminar de estropearla).

También conozco a gente muy culta sin estudios universitarios y a mucha que lleva en el rostro la paz y la serenidad que les da el deporte no profesional. Pero la cultura y la paz que se obtienen a través de prácticas huérfanas de representación ministerial están más próximas a la liberación absoluta del individuo que a su incorporación a la masa teledirigida. Y eso al sistema no le conviene. Por eso lo advirtió Freud: El Malestar en la Cultura procede de esa concepción de la cultura, alienante, monocolor y con el timbre de los entes públicos. Y lo peor es que vivimos en un mundo cultural donde lo verdaderamente natural ya no es ni siquiera antagónico, sino exótico y residual… y lo puramente cultural también. Para muestra, un ministro.

JUAN CARLOS ARAGÓN

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  1. Jesús Capitán Minguet

    Quería comentarte... me gusta más cuando le hincas el diente a la República, pues se me escapa del conocimiento a qué democracia le hablas. Respeto tu intelecto, pero decir que hay democracia es una clara deslealtad a la verdad, y a la democracia misma. Sé que son tiempos convulsos, propagandísticos, pero tú tienes gran claridad mental, aquí representación y separación de poderes suman cero, por tanto, de qué democracia hablas?