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Ipurúa para olvidar Ipurúa


Si Jordi Évole quisiera documentar un partido del Sporting en Ipurúa no tendría ni por donde empezar. Desde el baño de realidad tras el descenso del 98 hasta el encuentro donde un jardinero llamado Ángel incrustó para siempre en la memoria de los sportinguistas lo que significa Eibar. Quizás el último ascenso sirviera para sacar parte de aquella espina del tamaño de una columna vertebral del corazón de los rojiblancos, pero todavía se recuerdan todos los detalles de lo sucedido en aquella tarde primaveral del mes de mayo. Aquello daba para un documental cuyo final en forma de falsa historia nos hubiese dejado más atónitos aún. Y si el director de Salvados quiere, puede hacer un guión a medida de Garci para otra película de Óscar. Material no le falta.
Pero no se trata de buscar una falsa realidad reconocida antes de los créditos, si no de aparcar en la memoria hasta colocarlo entre las anécdotas aquel año con el que Marcelino devolvió alegría a El Molinón. El Sporting regresó varias veces a Ipurúa desde entonces como quien vuelve al escenario de un delito, y hasta se llevó tres puntos que tenían el mismo efecto que un acomodamiento en un momento de tos crónica. Ahora que se cumple una década de aquella tarde primaveral de mayo quizá sea el mejor momento para coger aire y recordar que este Sporting no llega en una situación límite al partido, si no en el momento propicio para demostrar que un favorito al ascenso está más centrado en lo suyo que en los errores externos por muchas quejas que se escuchen.
Ipurúa sigue siendo Ipurúa. Ese campo pequeño y con cierto embrujo que obligan a pensar en el barro y en la corpulencia para salir vivo, por mucho que Garitano le haya dado más importancia al fútbol que al físico en esta pequeña localidad guipuzcoana. El líder de Segunda no responde a sus tópicos históricos, ni el Sporting tampoco a ese equipo que se amedrente ante los equipos aposentados en la zona alta de la tabla. Porque lo típico y lo lógico es llegar a Ipurúa recordando la riada de bufandas que acompañó al autobús desde la plaza de Unzaga hasta el pequeño estadio armero, con Quini obligado a bajar a la calle para pedirle a los aficionados que dejasen girar a ese autobús camino del campo, o con ese aficionado al que una lágrima le asomó entre las pestañas porque ese equipo merecía estar en Primera.
Pero ese recuerdo no debe sobreponerse al deseo de Stefan, al fútbol de Nacho Cases, a la ilusión de Sergio, al carácter de Lora y a todas las virtudes de un Sporting que vuelve a Eibar para que sus recuerdos sí terminen con el éxito del ascenso. Ahí no hay vueltas posibles en el guión. Un deseo y una cuestión de prioridades. Como la vida misma.

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