La congoja y el hastío llevan demasiado tiempo instalados entre el zaragocismo. Cuatro años consecutivos en Segunda y una década de agonías, angustias y temores destrozan el cuerpo de cualquiera. Y nadie es capaz de poner freno a esto, ni siquiera aquellos que, tras evitar la desaparición del Real Zaragoza, estaban llamados a dirigir su regreso a las alturas. Pero, salvo milagro, no será así este año. Porque, tras 29 jornadas disputadas, el equipo aragonés ocupa la decimocuarta posición, a nueve puntos de la promoción, apenas cinco de ventaja respecto al descenso y, lo que es más hiriente, 23, sí sí 23, menos que el segundo.
La sonrojante derrota en Córdoba ha disipado cualquier atisbo de esperanza respecto a esa hazaña con la que el zaragocista sueña cada noche. Es inevitable cerrar los ojos e imaginar que el Zaragoza, por fin, empezará a encadenar victorias que le auparán en la tabla y le situarán en la lucha por volver a ganarse el cielo. Porque el zaragocista está en su derecho de soñar con lo imposible. Faltaría más. Aunque es consciente de que, en esta ocasión, ese sueño también parece condenado al fracaso. Como su equipo. Como su club. Como todos.