Ignoro qué extraño mecanismo (genético seguro que no es) nos apega de tal
modo a una porción de tierra. A un país.
Lamento profundamente las barbaridades cocinadas en las mentes de
reyezuelos y tiranos a lo largo y ancho de la historia en nombre de tal
apego, fundadas vilmente en él, a través de él.
España. Ser español. Ni siquiera sé muy bien qué significa de un modo
responsable y solidario. Menudo lastre. Maldita sea esta ceguera mía.
Y ahí estaba yo, de pie, escuchando el himno en el salón de mi casa. Venga
volumen, vatios, vatios. Rafael Nadal, purificador de mi sentido
patriótico. Si tú eres español, yo quiero serlo. Si tú dibujas pucheros
mientras escuchas el himno español, yo no quiero ser menos.
Viva España. Así, de un modo puro y desnudo, limpio de siglas
acomplejadas, libre de estúpidos y burdos mercaderes de ideología,
asesores taimados, burócratas asustados. Jamás ninguno de ellos me hizo
sentir tan cerca de mi vecino, de mis conciudadanos, como Rafael Nadal.
Después de ver cómo lucha este chico de Manacor por su propia gloria, y
cómo acto seguido nos regala una porción de ella a los españoles, a todos
los españoles, uno firma con más garbo la declaración de la Renta.