Este sitio web utiliza cookies propias y de terceros con fines analíticos y para mostrarte publicidad personalizada (recopilan datos sobre tus gustos y perfil).

Si continúas navegando por el sitio, estás aceptando su uso.

Puedes rechazar la utilización de cookies u obtener más información al respecto en nuestra Política de Cookies

A través de cualquiera de las páginas webs del Grupo tiene la opción de personalizar las cookies tal y como desee.

Es Noticia

El Verano Alemán

Carlos Puértolas

Hubo un verano en el que quise ser alemán. Aquel caluroso julio la última RFA de la historia había ganado el Mundial a la Argentina de Maradona. Rubios, altos, ricos, guapos y campeones del mundo, los jovenzuelos no podíamos soñar con más en un tiempo en el que el blanquiazul y el rojo se desteñían en gris oscuro casi negro. El Real Zaragoza descansaba en tierra de casi nada ni nadie y la España de Luis Suárez seguía pagando con la moneda corriente de esos tiempos: los octavos de final.

Nos revelamos y quisimos ser alemanes. Y lo fuimos. En los partidillos la voz más rápida se autoproclamaba capitán Matthäus, siempre capitán Matthäus, la segunda goledor Klinsmann, la tercera loco Völler y la última el viejo Littbarski.  Alguien en La Romareda nos escuchó, estoy seguro. Para sustituir al recién vendido Naski Sirakov, Avelino Chaves, Zalba y alguno más nos hicieron un regalo a los enclenques germanófilos que pateábamos el balón Etrusco con las Maripis. Parido de un campeón de Europa, el Steaua de Bucarest, fichaban por cien millones de pesetas un centrocampista de clase, pelotero de los buenos, rumano de 24 años, bajito, rápido y con excelente puntería; pero eso a nosotros nos daba exactamente igual. Llegaba un nuevo ídolo por una razón más sencilla, él era lo más parecido que pudimos imaginar a nuestro capitán alemán. Con su mismo diez a la espalda salía por el túnel Dorin Mateut.  Cuentan de Mateut que era un mediocentro de clase; mundialista en Italia como su casi tocayo, y goleador, sobre todo, goleador. Huía de una Rumanía hambrienta y futbolera. El equipo del régimen había asaltado el Camp Nou cuatro años antes y sus gentes superaban, a golpe de sable, cuatro décadas de dictadura popular. Derrocado y fusilado Ceausescu, el talento emigró de Bucarest y en España aterrizaron el blanco temporal Gica Hagi, el burgalés Balint, el valencianista Belodedici o el oviedista Lacatus. Eso sí, el único que facturó en la aduana una bota de oro fue el nuestro; Mateut había marcado cuarenta y seis goles una temporada antes.  No pasó a la historia del Real Zaragoza pero ni mucho menos desentonó en un vestuario donde se cocía a fuego lento la cena de París. Jugó como titular la mítica promoción contra el Murcia y anotó tres goles en un partido de Copa de la UEFA contra el Frem Copenhague poco antes de emigrar al Calcio.  Yo quise ser alemán y lo logré. Mateut me hizo sentir que Matthäus era un poco nuestro. Luego pisoteó La Romareda un rubio de Hamburgo, el campeón del mundo Andreas Brehme y, entonces vendí mi doble nacional. Malditos alemanes. Pero eso ya es otra historia.
 

Escribir comentario 0 comentarios
Deja una respuesta
Su comentario se ha enviado correctamente.
Su comentario no se ha podido enviar. Por favor, revise los campos.

Cancelar