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El milagroso equilibrio tonal de Paquita Salas

Adrián González Viña

La 3ª temporada de Paquita Salas (2016-) aterrizó hace apenas una semana en Netflix, pero sus seis episodios y un metraje medio de 30 minutos por entrega hicieron que medio mundo se la viera en uno o dos días. Como remate (y regalo para los fans), la apuesta transmedia de la serie continúa, y Netflix España ofrece periódicas piezas de contenido extra que encajan a la perfección con el metadiscurso de los Javis. Y que apuestan por la comedia más pura, la variante más celebrada de la serie.

Aunque el tono de Paquita Salas es otro, y continúa su equilibrio, milagroso por lo sostenido en el tiempo, entre el humor, el drama y la crítica. Si es verdad que la tendencia de los creadores por el monólogo como culmen dramático no funciona en ocasiones (aunque sí lo hace en el caso de Anna Allen), es peccata minuta en comparación con el resto.

Paquita Salas pasa de hacernos llorar de la risa (cada aparición de la extraordinaria Yolanda Ramos es para enmarcar) a hacernos llorar de tristeza (la llamada de Belinda y su hijo, el recuerdo de las clases de jota) sin que nada parezca forzado. La serie va de la escatología a lo existencial sin perder el rumbo, y ese talento merece ser celebrado porque no es nada fácil mantener ese balance.

Ayuda que sean temporadas de pocos episodios (las tres suman 16), de duración no superior a la media hora casi nunca y que el personaje de Paquita sea el centro de las historias, porque el propio equilibrio emocional de la mujer, sobrepasada por una sociedad que va demasiado rápido pero dispuesta a no dejarse hundir en la vida, es ese tono personificado. De continuar Paquita Salas es deseable que los responsables logren mantener ese equilibrio, porque el milagro que es este producto es uno de efecto balsámico.

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