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La montaña de Palencia: Todavía quedan restos de humedad

Kuitxi

Así será el mundo… ¿Cómo?... Así, como en la foto, cuando ya no estemos ni tú ni yo ni nadie, cuando el mundo vuelva a ser lo que era antes de la “explosión de Dios. Y después de aquella pólvora que estalló en un fuego artificial que iluminó un paraje de tierra, polvo y piedras, casi desértico, paraíso de materia, como la Luna, como Marte, como un sinfín de planetas donde jamás habitó una palabra convertida en carne como tú y como yo.

Pisadas ante las cumbres de la montaña de Palencia.

Por eso te fijaste, por eso: porque creías ver lo que nunca viste porque no podías ver, porque no eras nada: ni una obsesión, ni un deseo, ni un proyecto, ni una imagen, ni siquiera una idea. No existía ni Dios, y, sin embargo, el cielo era gris y la nieve caía, y mojaba la tierra y la hierba crecía.

Sólo la hierba. No era el tiempo de las flores, ni de los frutos (innecesarios), porque no había un olfato para olerlos ni un paladar para saborearlos. Era el tiempo de una promesa escondida. La promesa de cómo sería…”.

Ascensión fallida al Curavacas

Paso a paso, vuelo a vuelo, con el alma muy encogida, voy dejando atrás el precipicio hasta ganar las rocas donde me muevo como pez en el agua. O como reptil en el barro, pues más que caminar me arrastro, mis brazos son piernas también, y mis manos, la ofrenda que le hago a esa mole verdosa para que me permita salir con vida de su empresa.

En un rellano aparente, fuera de peligro, me las miro, me miro las manos: leo en ellas, en su cara, la página más expresiva que sobre el dolor humano se ha escrito nunca. Me duelen… ¡me duelen tanto que lloro!... así por el sufrimiento como por la rabia de sentirme impotente: un poco de carne, diez dedos, unas uñas, veinte huesos y… ¡menudo calvario!... ¿cómo es posible que tan poca cosa duela tanto?

Me las froto, con toda la energía que tengo y todo el amor que me profeso y en vez de chispas que anuncian fuego, a punto están de saltar lágrimas de mis ojos y mojarlas. No llueve, sin embargo, desde mi nube: soy nube blanca, no de tormenta.

Y así me quedo, como el que a este mundo sólo ha venido a sufrir, a sufrir mientras espera que el mal no dure cien años, ni mucho menos, a que la calma suceda a la tempestad. Sin fuego, sin lágrimas, el dolor se irá solo, o arrastrado por el tiempo, y el calor vendrá sin un fuego de llama, surgirá de dentro, de mis entrañas, haciendo arder la sangre para que la carne de mis manos se sienta querida”.

Remontando el Pisuerga hasta su nacimiento en la “Fuente del Cobre”

Es un paisaje de libro, de cuento, de leyenda, la estampa más ilustrativa de una historia feliz y luminosa. Si, con mi pobre bagaje de palabras, intentara escribir lo que entonces vi y ahora revivo, ¿adónde llegaría?... Me pongo en ello, que, aparte de sufrimiento, nada me cuesta: un estrecho cauce, como de Belén, de nacimiento divino, por el que, entre piedras y sobre ellas, bajan corriendo hacia el valle de Los Redondos las aguas de un río como mensajeras de sí mismas.

Algunas piedras son verdes, de líquenes y musgos; lisas son otras, como lavadas por el río. Desde mi mirada ancha, el río se pierde en una curva hacia la izquierda, y luego en otra a la derecha. Y al comienzo de su zig-zag, del suelo de la ribera aparecen los árboles y proliferan: arboles sin hojas, de ramas chisposas que se agachan hacia las aguas como si fueran palmeras en alabanza.

Del despoje otoñal nos hablan las dos orillas: hojas caídas, hojas marrones, hojas marchitas, sin savia, sin vida… ¡muertas: las hojas más hermosas! De la tierra son el manto y nuestra alfombra. A la tierra son la promesa de que un día el árbol, vencido, se le entregará, muy viejo, tal vez milenario, por completo.

Sin embargo, lo que Miguel Cuadrado recitó tiene sentido. “Rumores de purísimas cascadas llenaban, armoniosos, mis oídos; las secuencias de luces y sonidos evocaban imágenes soñadas”.

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